martes, 30 de noviembre de 2010

Un sueño

Antes de quedarme dormido, deseé un sueño maravilloso; hallarme en lugares extraños, cruzarme con gente entrañable y hacer cosas raras. O, al menos, encontrarme en un sitio conocido y vivir algo normal pero teñido por la magia del misterio del sueño. Sabía que mi deseo podía llevarme a una experiencia de miedo, como tantas veces pasó, pero de cualquier forma tenía ganas de soñar algo, bueno o malo, pero soñar algo. Así, pensando en esto o aquello, después de decirle a mi subconsciente que me entregaba a su trabajo, empecé a roncar.

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Me encontré entre varios puentes, como los que se cruzan en la General Paz o en las autopistas, puentes que se elevaron sobre inmensidades de pasto para llevar autos y camiones de acá para allá. Estaba durmiendo junto a mi mujer, en una suerte de cueva de cemento que se había generado del lado de afuera de uno de los puentes. Estábamos durmiendo ahí para acortar los tiempos que teníamos entre que nos despertábamos y llegábamos a nuestros trabajos; al parecer, razonamos que si dormíamos directamente al costado de esos caminos perderíamos menos tiempo en arrancar rumbo a nuestros yugos. Algo así como evitar ir al baño a ducharse, lavarse los dientes, ponerse desodorante y caminar hasta el colectivo; algo así como directamente levantarse y estar ya en la parada del colectivo. Hacía frío, mucho; teníamos puestas nuestras camperas y dormíamos abrazados. Arriba de nuestras cabezas había un árbol enano, del que colgamos nuestras mochilas.

De repente aparecieron dos policías, mi hermano mayor y un testigo de un robo y golpiza a cargo de un ladrón de la zona. Así como así, en el ambiente aparecieron algunas casas también, todas herméticamente cerradas en esa madrugada sombría y helada. Nos pusimos de pie y como nuevos vecinos de la zona nos informamos de la situación; si alguien andaba robando y golpeando cerca a nuestra nueva cama, tal vez deberíamos volver a dormir en nuestra casa mejor. Por ahí no seríamos víctimas de hurtos y golpes, pero sí de ruidos que harían difícil conciliar el sueño. El testigo era un pibe flaco, de remera gris; era el muchacho que atiene un kiosco por el que paso a diario cuando voy hacia el trabajo. ¿Qué hacía ahí? ¿Y mi hermano mayor? Él sólo miraba todo, simplemente miraba.

Mi vista encontró entre los puentes una suerte de obelisco, en cuya punta había una pequeña superficie redonda; sobre ella, estaba parado un perro grande. El animal miraba hacia al frente y, apenas lo vi, saltó al vacío. Mientras caía, su expresión era de resignado suicida.

Surgió repentinamente el ladrón y golpeador buscado, saltando puentes, saltando todo el tiempo. Vestía un buzo con capucha rojo con alguna inscripción negra. Los policías, con calma y seguridad, nos pidieron que nos apartáramos para hacerse cargo; mi hermano y el testigo desaparecieron tranquilamente de la escena, para siempre. Con mi mujer nos corrimos un poco. Pero rápidamente, y tras apenas un par de certeros golpes, los policías cayeron rendidos. Saltamos desde los puentes, huyendo del temible encapuchado, y aparecimos en una avenida por la que estaba corriendo, también escapando, un grupo de personas. Algunas de ellas lastimadas, ensangrentadas. Nos unimos y, sin mirar atrás, corrimos.

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Desperté asustado. También contento con mi deseo cumplido. Aunque ahora que lo rememoro protesto porque, al parecer, para mi subconsciente soy un ciudadano más cuya máxima preocupación es la condición de víctima del flagelo de la inseguridad que nos mata a todos a diario, sin que nadie haga nada al respecto, y nos acosa y persigue hasta en los sueños.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Elogio de la rateada general

Voy a hablar mal de una profesora, de cuya hija hablé bien no hace mucho tiempo. Lo que me molesta de ella son sus clases, es decir que podría decirse que todo: llega, saluda, toma asiento, pregunta si estamos listos para empezar, agarra su cuaderno guía y comienza el dictado. Un dictado que dura ni más ni menos que toda la clase y cuyo contenido es exactamente el mismo, pero resumido, que está en los apuntes que conforman la bibliografía de la materia. Jamás ella podrá explicar algo con sus palabras, saliéndose del libreto; siempre versa sobre lo que tiene escrito en su anotador, sin salirse de ese mandato lineal, empleando inevitablemente todos los usos y términos y ejemplificaciones grabados a fuego en su rutina. Hace muchos años que es profesora, y no actualizó nunca ese anotador: todas sus clases, año tras año, siguieron sus líneas. Y sus alumnos, año tras año, pasan las horas simplemente combatiendo al sueño y preguntándose cómo es posible que una profesional de la enseñanza consiguiera el trabajo para el que se preparó y lo use sólo para dictar y dictar y dictar. A veces parece que hasta a ella misma le aburre su estilo; de vez en cuando se le escapa un bostezo o baja a tomar un café; siempre está mirando el reloj y termina con sus martirios varios minutos antes de lo que corresponde. Y, también, suele faltar bastante aunque esta es una costumbre que se agradece.

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Hacia mediados de año, la opinión pública tuvo como tema la rateada general, que comenzó en Mendoza con tres mil alumnos faltando a clase el 30 de abril. A través de Internet, esos miles de estudiantes de nivel secundario organizaron un faltazo sin antecedentes, que tuvo como destino la Plaza Independencia. Rápidamente, la idea consiguió propagarse a Córdoba, Santiago del Estero y La Rioja; también a Uruguay y, el punto más alto, a nivel nacional el 26 de mayo. Por supuesto, la opinión pública en su abrumadora mayoría condenó duramente la rateada y pidió mando dura para con estos pibes que hacen lo que se les antoja y no respetan nada ni nadie; ni a las instituciones ni a los directivos ni a los profesores ni a sus padres.



En ese entonces, en que el tema era la rateada general, la profesora que provoca más sueño que un Rivotril y que dicta más que enseña, extrañamente dejó de lado la rutina de clase y puso sobre la mesa la problemática sobre la que conversaba la sociedad. Y, de la mano con la opinión mayoritaria, expuso que era una barbaridad que todos los estudiantes del país faltaran a clases porque sí el mismo día y que nada ni nadie pudiera impedirlo; exigió sanciones de parte de directivos y retos de parte de padres. Dijo explícitamente que de un tiempo hasta nuestros días se perdió una medida sana de mano dura y, así, todo es un viva la pepa. Contó que cuando ella era chica a su papá lo trataba de usted y que si llegaba a organizarse con sus compañeras en la cara de su padre y de todos para ratearse se daba por muerta. Los alumnos, mientras escuchaban, le daban la razón y agregaban que además esto que se había generado no era ratearse porque el espíritu de esa picardía era hacerlo a escondidas de las voces de mando y no abiertamente, desafiando, burlando, provocando. Pero a mí me hacía ruido en las mientes tanto discurso de acuerdo con Eduardo Feinmann y Fernando Niembro; sentía simpatía con los adolescentes y su rateada masiva, porque me divertía mucho ver cuánta impotencia le generaba a las autoridades no poder hacer nada. Sin embargo, entonces no pude descubrir por qué simpatizaba con los estudiantes y tan sólo tomé la palabra en la clase para decirle a la profesora que yo no estaría tan seguro de condenar duramente a los alumnos por lo que sucedía y esgrimí alguna argumentación poco elaborada. Me ocurre muy seguido que las mejores respuestas caen a mí uno o dos días después, cuando sólo sirven para lamentarse por no haberlas pensado cuando las necesitaba.



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Ayer venía caminando hacia el colectivo, para irme a casa después del trabajo. Había sido un día difícil: mis superiores habían jugado varias veces su carta de poder para hacerme agachar la cabeza. Y, en esas ocasiones, la impotencia me carcome las tripas y quiero sangre, pero después me calmo. Al menos por ahora. De repente me acordé de las buenas ideas que tiene Flake, no sé por qué, pero así como así recordé cuando me contó de una historia que imaginó de un tipo que iba a un supermercado y agarraba las cosas que veía en los afiches de las calles y se las llevaba sin pagar no por hurto sino porque quería ser feliz y los afiches decían que eso era la felicidad y que era un regalo. Me acordé, antes de eso, en algo que tiene que ver con el asunto: él siempre me decía qué ocurriría si un día los empleados deciden no ir a trabajar. Todos los empleados del país, de todos los negocios. Porque sí. No por reclamar más sueldo, más vacaciones, mejor trato o lo que fuera. Porque sí. ¿Qué pasaría? Flake estaba poniendo sobre la mesa la cuestión: el que no tiene el poder, no se da cuenta que uniéndose a sus pares tiene todo el poder. Todo.

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Ahora sé mejor cómo se explica mi simpatía con los estudiantes que se ratearon masivamente: ellos llevaron a la práctica esa idea de Flake que tanto me maravillaba; se pusieron de acuerdo y, al menos por un día, les dijeron a todas las autoridades a las que deben responder que no harían lo que debían. Simplemente porque sí. Y no había ninguna manera de evitarlo. Ellos les dijeron en la cara a sus padres, maestros y directores que no irían a la escuela al día siguiente, que mejor se iban a una plaza; a jugar a las cartas, a la pelota, a la botellita, o a chupar vino y fumar porro. Los alumnos torcieron el brazo de la autoridad con el arma de la unión. Y no hubo ninguna manera de impedírselos; las caras de los más recalcitrantes amantes de la ley y la tradición explotaron de furia y se ahogaron en gritos que clamaban represión a tamaña insubordinación. Pero no pudieron más que eso, que ahogarse en sus impotencia. Los pibes aprendieron y enseñaron que el que no tiene el poder, si se une a sus pares, lo tiene. Ahora sé mejor, también, porque tengo grabado inconscientemente el popular canto que dice que el pueblo unido jamás será vencido.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Un papá que no se esconde

Sebastián es alto y de pelo largo. Y lento, muy lento; hace todo con una tranquilidad increíble. Hace unos días, como tantas veces, se vio en una situación que requería velocidad y, desacostumbrado, intentó hacer rápido: tenía que agarrar la plata del lugar en el que la esconde, arriba del aire acondicionado, para pagar el alquiler del local que tiene en una galería. Acomodó una silla, se subió y cuando estaba retirando el dinero tambaleó y se cayó al piso, lastimándose fuertemente una de sus piernas. Quedó tendido unos largos minutos en el piso revolcándose del dolor, contó después. Y también quedó cojo: los días siguientes, caminaba como rengo arrastrando una de sus piernas, haciendo fuerza. Los amigos de la galería con los que charla a diario, y del barrio, que son muchos, le preguntaban qué le pasó y cuando escuchaban la historia se mataban de risa. Él está acostumbrado a que sus cosas causen gracia. Sebastián es un tipo muy rico, con una capacidad sin intención para hacer reír que encanta.

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El sábado lo fuimos a visitar a Sebastián a su local, le caímos con unas birras sobre la hora de cierre. Nos reímos y recordamos otra vez su caída y su renguera. Le propusimos hacer un vacío en su parrilla y aceptó, así que de la galería nos fuimos a su casa, a la terraza. Rengo, con toda la semana de trabajo sobre sus espaldas, se sentó al costado del fuego, a esperar por la rica carne asada y al fin descansar un poco. Pero cayó su pequeña hijita y le pidió que jugaran a la escondida; entonces el cojo se puso de pie, mientras la nena empezó a contar con los ojos cerrados pero haciendo trampa porque espió hacia dónde iba su papá. Y él corrió arrastrando su maltrecha pierna hasta algún escondite; cuando terminó la cuenta, rápidamente la tramposa fue hasta el lugar y salió disparada para sentenciarlo contra la pared de origen; Sebastián corrió como cuando nene detrás de ella pero, por supuesto, no pudo llegar antes por culpa de su cojera. Sebastián no se dio cuenta, entonces, que no sólo su hija lo veía como un héroe, con ojos de admiración y veneración.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Tal cual es

Si las puertas de la percepción
quedaran depuradas,
todo se habría de mostrar al hombre
tal cual es: infinito.

William Blake