martes, 4 de enero de 2011

El cumpleaños de María


Nunca me gustaron mucho las fiestas en salones, ni las de los cumpleaños de quince ni las de los casamientos. Siempre que me tocó ir a una la pasé, desde que entraba, con un ojo en el techo y otro en el reloj, calculando cuánto faltaba para el próximo plato, el siguiente baile, para irme, haciendo fuerza para que todo suceda lo más rápido posible. Me quedó una cuenta pendiente de todos los cumpleaños de quince a los que fui: jamás la homenajeada me eligió para prender una de sus velas, en ese ritual de lágrimas que solía hacerse hacia el final de la velada. Acaso debí ser mejor amigo de mis amigas cuando fui adolescente. Tengo la sensación que, a excepción de los padres, todos los que prendieron una vela, después, desaparecieron por siempre de la vida de las quinceañeras que las elevaron a la categoría de amigas por siempre y hermanas de la vida hasta la eternidad. Tal vez, lo admito, esta idea sea propia del resentimiento que me genera no haber estado en ese lugar de privilegio.

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Una de las cosas que más me gusta de mi mujer es que no tiene una familia compuesta por centenares de personas; no tiene cincuenta y ocho primos, treinta y dos tíos y diez abuelos que todos los fines de semana cumplen años, se casan o se van a vivir a Europa. Así, los compromisos del estilo se ven reducidos a ninguno. Salvo por alguna que otra excepción, a la que teniendo en cuenta su categoría de excepción no hay excusa que valga. Mi mujer nunca me dice que este domingo al mediodía hay que ir al cumpleaños de la tía Claudia que lo festeja con una raviolada en Pacheco, a la tarde hay que ir a ver el partido de básquet que juega el primito Ezequiel en Temperley y a la noche hay que ir a la obra de teatro en la que actúa el sobrino del abuelo Héctor en San Telmo; por eso, cuando me avisó casi con diez meses de anticipación que su abuela cumplía ochenta años y lo festejaría en un salón de fiestas y debía asistir sí o sí no había forma de negarse; al contrario, considerando el excepcional compromiso, acepté con gusto. Además, como escribió Hernán Casciari, es imposible excusarse ante un compromiso con diez meses de anticipación.

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Conocí a María, la abuela de mi mujer, una tarde de primavera hace un par de años. Ella vive en Lavallol, con su hermana que está media pirucha. Esa vez nos recibió con mucho amor, y con mucha y rica comida: sánguches de miga, masas y alfajores. Sacó fotos de varias décadas de antigüedad, que despertaban anécdotas sin cesar. Una de un locutor del que estuvo perdidamente enamorada y al que escribía cartas apasionadas, que eran correspondidas por él. En ese entonces, noté en los ojos de María un brillo como de llanto contenido que despertó mi curiosidad; unas lágrimas calladas como su corazón que sugerían que ella no decía todo lo que tenía para decir. La advertí dueña de silencios que vaya a saber qué callaban.

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Finalmente pasaron los diez meses y llegó el sábado del cumpleaños de María; antes --en principio una vez cada treinta días y sobre el final una o dos veces por semana-- mi mujer me fue recordando que esa noche no podía asumir ningún compromiso sino el del festejo de su abuela. No era obligatorio pero decidí ir de traje; pantalón de vestir, camisa fina, corbata, saco. Quería estar impecable para la nona; lástima que salí apurado y me olvidé el cinturón, cosa que tiró por la borda toda mi pretendida y desacostumbrada presencia. Llegamos al salón después de un viaje de hora y media; el evento era en su barrio, Lavallol, y nosotros salimos desde Caballito, donde vive la mamá de mi mujer, con quien fuimos. Y su hermana, mi cuñada. El salón era sencillo y los mozos parecían sacados de un túnel del terror de parque de diversiones, pero la emoción de un cumpleaños como este me provocó una percepción de lo más tierna sobre todo; lentamente, caían al lugar viejos muy viejos, con sus nombres y sus estilos del siglo pasado, y la noche se hacía más especial. Como una estrella, María se hizo desear casi dos horas: una vez que ya estábamos todos, el salón totalmente repleto, comenzaron los rumores de que haría su ingreso; rápidamente, se formó una ronda expectante en torno a la escalera por la que surgiría, se apagaron las luces, se soltaron los globos, se empezó a escuchar alguna canción sensiblera y comenzó a dejarse ver, a subir despacio hacia el centro de la escena. Parientes de aquí y allá se peleaban por besarla, abrazarla, decirle feliz cumple. Y ella, por primera vez en la noche, dejó de ser una mujer de llanto contenido y dejó ser lágrimas al brillo de sus ojos.



Rápidamente, comencé a hacer lo que mejor hago: emborracharme. Servían Quilmes, con un frío para el aplauso. ¿Podrá creerse que en un cumpleaños de este estilo hubo problemas de ego por quién se sentaría en la mesa principal? Para colmo, la diva que protestó por tener un lugar al lado de la abuela en vez de hablar con la nona y entretenerla no le dio pelota. Triste, yo miraba cómo María pasaba en silencio los primeros momentos de su noche. Pero por fortuna no tardó mucho en hacer que cada mesa fuese la principal, moviéndose por todas, compartiendo un rato con cada grupo. Y a la diva, fea, la luz dejó de apuntarle.

Había un tipo, que creo que era un vecino, que era igual a Alejandro Urdapilleta; estaba vestido de lo más llamativo, con traje pero en vez de con camisa con una remera roja furiosa que tenía un gran signo de interrogación en el medio. Apenas empezó el baile, no tardó en convertirse en el alma de la fiesta. Gracias a él, por cierto, tuvo lugar un número de canto a cargo de un amigo suyo. Éste cantó algunos boleros y algunos tangos; irrespetuoso, llamó a María a su lado y la miró a los ojos entonándole "Algo contigo". También le cantó "A mi manera". Justamente, "A mi manera" fue la canción que acompañó un video que preparó la familia de la nona, con imágenes de toda su vida; su infancia, su juventud, su adultez, su hoy. El momento de la proyección de este video, sin dudas, fue de lo más lindo de la velada.



Cuando llegó el turno del famoso carnaval carioca, me hallé sentado con un festivo gorro de plástico sobre la cabeza, una copa de champagne en una mano y una matraca en la otra, mirando cómo todos bailaban. En particular, mirando cómo bailaba la hermana de María, esa que está media pirucha y que vive con ella. Había que verla cómo revoleaba la matraca al tiempo que movía el esqueleto y hacía soplar un silbato. Y eso que tiene más de ochenta; debe tener como noventa más o menos. Y tanto me perdí en mirarla, admirar su manera de divertirse que la atraje, porque cuando menos lo pensé la tenía delante de mí, como agitándome, como convocándome a la fiesta, como enseñándome; moviendo delante de mis narices su diminuta y arrugada figura, sacudiendo la matraca en torno a mis ojos, soplando el silbato contra mi cabeza. Dándome una lección de juventud.

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Le costó a María soplar las velitas; no porque no tuviera aire suficiente sino porque vaya a saber qué pensamientos la paralizaron frente a esos fuegos flacos. Simplemente se quedó meditativa frente a ellas, frente a la torta. Y se resistió a soplar. Aunque ya habíamos cantado como tres veces el feliz cumpleaños, ella no cumplió su parte del ritual. Tal vez no terminaba de decidirse por sus tres deseos. O quizás se dio cuenta como nunca antes que estaba cumpliendo ni más ni menos que ochenta, y le dio miedo. Pero tranquila, María, algo me dice que en diez años mi mujer me estará avisando con diez meses de anticipación que habrá un sábado por la noche que tendré que reservar sin excusas.