viernes, 25 de marzo de 2011

Historia de una fotografía familiar

Tal vez a la persona más fácil de ayudar es aquella a la que no conocemos, justamente porque no sabemos si merece o no nuestro auxilio; sólo sabemos que lo necesita y se lo damos, acaso en parte para reforzar el buen concepto que tengamos sobre nosotros. O quizás por el bien mismo; el bien por el bien mismo. Como el arte por el arte, pero más noble aún. Tal vez, acaso, quizás; no hay seguridades para ofrecer. A veces alguien no nos pide un favor que necesita de nosotros porque sabe que ya le sacamos la ficha de que no nos parece buena yerba y no queremos tenderle la mano; a veces no le pedimos un favor a alguien porque ese alguien no nos parece buena gente y no queremos que nos tienda la mano; aunque ese alguien sea el único que nos pueda ayudar; aunque sea casi de vida o muerte. Mejor morir de pie que arrodillado, dicen y tienen razón.

***

Nos sucede, a los que nos gusta ayudar, encontrarnos con ocasiones que piden auxilio. Y de absolutos extraños. Un ciego o una abuela para cruzar la calle o parar un colectivo, o levantar algo del suelo. Hace poco, miraba hacia el mar cuando ya se había ido el sol, cuando ya hacía frío, cuando ya casi no quedaba nadie. Estaba sentado ahí en ese lugar que usan los bañeros para custodiar las aguas; un poco más arriba veía mejor, y hasta que pensaba mejor. De repente me concentré en la siguiente situación: una numerosa por demás familia quería una fotografía todos juntos; la ocasión pedía un fotógrafo voluntario de por ahí y yo tenía todos los números; entonces, comenzó un debate entre mis ganas de ayudar y mi vergüenza de ofrecer mis servicios ante un grupo de quince personas, para lo que hubiese sido necesario pedir la palabra golpeando una copa de tan eufóricos y divertidos que estaban. Sin embargo, uno de los jóvenes de la familia tuvo la idea de usar la opción de fotografía automática: lejos de la orilla, donde todos ya se habían puesto en pose, apiló paletas y tejos sobre una silla con buzos y remeras. Luego apuntó, calculó, acomodó, apretó y salió corriendo a reunirse con el resto, que lo alentaba en su carrera como la mejor hinchada que se conociera, gritando y aplaudiendo. No obstante, el fotógrafo detuvo su carrera enseguida al ver que la cámara se cayó del improvisado trípode. Nuevamente, era mi momento: debía ofrecerme; incluso sentí que alguna tía y algún padre me miraban como recriminando mi pasividad. Pero entonces no fue la vergüenza la que me lo impidió sino otra cosa: pensé que esa imagen valdría más para la familia si lograba sacarla por las suyas, uno haciendo y los otros apoyándolo. Creí que esa fotografía, así, tendría un color más. Otra vez, el muchachito acomodó la cámara, la acarició, como pidiéndole un favor, tomó carrera, apretó el botón y comenzó la carrera como si en esa carrera hacia su familia se le fuese la vida; los otros, por cierto, reiniciaron el alboroto de griterío y aplausos para que llegara el que faltaba para completar el cuadro; éste voló con los pies hacia adelante tirándose al piso y quedó en perfecta ubicación, acostado debajo de todos, de costado, con los brazos abiertos. La cámara tomó la imagen para el recuerdo, que grabó caras de alegría y triunfo. Y yo, mientras disfrutaba el momento, me quedé pensando que, al menos una vez, tomé la decisión correcta. Porque, a veces, se ayuda simplemente dejando hacer.