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Cuando iba a la escuela me interesaba mucho por la cuestión de tener un mejor amigo. Yo quería ser el mejor amigo de un chico que era el mejor jugador de fútbol y del que gustaban todas las chicas del aula. Y lo había logrado, aunque debía compartirlo con otro amigo. Éramos sus dos mejores amigos, nos había prometido que en igualdad de importancia. Había un chico que quería que yo fuera su mejor amigo; él siempre se traía una latita de Pepsi de la casa para tomar en los recreos y era la envidia de todos, porque en el kiosco de la escuela sólo vendían Coca y por supuesto todos queríamos tomar de eso diferente. Él aprovechaba su tesoro y me dejaba el cuarto final de su latita, todos los días, a cambio de que yo le dijera que era mi mejor amigo. Yo tuve un mejor amigo de verdad más de grande; pasábamos todos los días juntos, cada vez que quedábamos libres de nuestras cosas. Sin embargo, repentinamente, comenzó a alejarse de mí sin darme ninguna explicación, lenta pero inevitablemente se apartaba; yo me daba cuenta pero ante mis preguntas él me evadía y me hacía creer que no era así. Finalmente, hoy hace años ya que no cruzamos ni siquiera una palabra por teléfono. Su voz y su risa son un recuerdo que trato de no olvidar, porque a pesar que dejó por siempre una herida abierta en mi corazón con su alejamiento sin explicaciones nunca dejé de quererlo.
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Hace ya dos años que sabía que de un momento a otro Chiqui se moriría. Chiqui, la perra que desde hace trece años me acompaña, con sus cincuenta kilos y su manto negro de ovejera alemán, sus ojos húmedos y su lengua besuqueira, sus ladridos intimidantes ante cualquiera que osara acercárseme sin intenciones claras. Me lo indicaba su constante cansancio, su falta de ganas de tomar y comer, sus caídas, su adelgazamiento, su expresión de dolor. Y el tiempo, porque trece años para un perro tan grande, con un pasado de callejero, son una carga que termina por vencer. En los últimos días, era desgarrador verla tirada sin mover ni un músculo; a lo sumo se arrastraba un poco, como para comprobar si aún continuaba con vida. Era desgarrador pasar cada momento sintiendo que eran las últimas charlas, las últimas caricias. Me persigue el recuerdo de sus últimos quejidos, de sus últimas palpitaciones. Me agobia la tristeza de saber que jamás volveré a caminar junto a ella por el barrio, asustando a perros, gatos y vecinos. Haciéndoles saber que conmigo, cuando voy con Chiqui al lado, no se jode. Me destruye la certeza de que nunca podré volver a recostarme a su lado y acariciar sus pelos y ver cómo me hace sentir que ese momento es el más feliz de todos para ella. Chiqui fue mi mejor amiga, mi hermana. Fue tan solo una perra, que por supuesto no hablaba, no me daba consejos. Tan sólo comía y quería jugar, y quería estar conmigo todo el tiempo. La extraño tanto, a tan pocos días de no tenerla más a mi lado. Y no puedo dejar de llorarla. Jamás podré. Te amo, Chiqui. Estas lágrimas por tu ausencia lo demuestran. Ojalá me visites en mis sueños. Te voy a estar esperando.