miércoles, 27 de noviembre de 2013

La abuela preocupada

Era una mañana más, como todas las otras de la semana laborable. Esperaba el colectivo, escondiendo mi sueño y mi resignación a la jornada detrás de los anteojos de sol. De repente, desde atrás, alguien me tocó la espalda; era una abuela, con su pareja a un costado.

–Se te va a caer la botellita… –me dijo, refiriéndose al agua que llevaba en uno de los bolsillos exteriores de la mochila. En efecto, más de una vez se me fue al piso.

–Está sujetada y la estoy mirando –respondí, con una sonrisa de agradecimiento por su preocupación.

–¿Y por qué no la guardás adentro de la mochila?

–Es que está fría, y me mojaría las carpetas y el libro.

–Ah… –aceptó frustrada–. Pero se te va a caer…

–No sería la primera vez –acepté y me di vuelta, tratando de cerrar la conversación.

De alguna forma, lo admito, las preocupaciones de los viejos ponen a prueba mi paciencia, aunque sea consciente de que detrás de ellas puede haber las mejores intenciones. Sin embargo, a veces, pienso que más que solidaridad hay una rabia de imponer una verdad, una razón.

Mientras consideraba la crueldad de mi sentir, tratando de alejarme de la anciana porque me molestó su comentario e insistencia, advertí que su marido la tironeó hacia la calle con la mayor velocidad posible que era la equivalente a una tortuga. Ni siquiera llegaron a levantar la mano para detener al colectivo que aguardaban; miré la cara triste de la abuela y pensé que, a veces, por distraerse con otros uno puede complicarse a sí mismo. Y, encima, en vano.