***
Me encontré un perrito, en el muelle. Se me hizo amigo enseguida; es chiquito, no debe tener un año todavía. Era tan fuerte su llamado de cariño que no pude resistirme a acariciarlo y hacerle compañía un rato. Lo voy a visitar seguido, a partir de ahora. Siempre con comida por supuesto, así le arranco un poco de alegría; a diferencia del resto de los muchos perros que andan por ahí, él es muy flaquito y, tal vez, necesite ayuda para conseguir alimento.
***
No tardé en hacer un amigo: el mozo del lugar al que voy siempre a comer. Me trae el diario, me pone fútbol en la tele, me da doble ración de las empanadas de entrada de gentileza y, también, me invita el cortado del final. Y, apenas me ve llegar, saca una Quilmes de la heladera. Sabe que soy un borracho sin remedio.
***
No sólo volví a patear y a andar en bicicleta; también regresé a un hábito fundamental: jugar a los videojuegos. Aunque ahora están distintos; la mayoría son de bailar como chino con descarga eléctrica encima, de tirar tiros con ametralladoras que son casi reales, de patear penales, de jugar a la Play Station y de no sé qué cosa más. Quisiera probar el de bailar, pero me da verguenza; siempre está lleno de chicos y chicas que bailan mejor que John Travolta y de hacer el ridículo ya estoy un poco cansado. Me gustaría tener una de esas máquinas en casa, practicar día y noche y después ir y demostrar cómo se hace.
De cualquier forma, lo bueno es que atrás de todo, escondidos, sucios, aún encendidos por inercia acaso o como gentes en coma, están los viejos y queridos videojuegos tal como los conocí; el Mortal Kombat, el Virtual Soccer, el Wonderboy, el Tetris y el Street Fighter. De inmediato, compré fichas e hice lo que solía: un mundial con Colombia en el Virtual Soccer 2. Y, ficha más ficha menos, terminé ganando incluso al Sega Team en la finalísima. Valderrama, Asprilla, Valencia, Serna, estaban todos los héroes de mi equipo tal como los dejé hace años.
A la salida, me paré a ver cómo una chica jugaba con su mamá a una máquina especial: la que está repleta de ositos de peluche, de los más hermosos del mundo, y hay que sacarlos con una garra de metal que se mueve según se le ordena con una palanca que está por encima de ellos; se aprieta un botón, una vez decidido dónde se quiere que agarre, y la garra baja, se cierra y sube hasta el jugador con aire o con un osito. La chica probó con varias fichas; lo más cerca que estuvo fue cuando logró atrapar un caballito pero no llegó hasta ella, ya que no fue sujetada por la garra con la precisión necesaria y se cayó al mar de ositos.
Acá tendría que estar mi papá, pensé. Y es que recordé aquella tarde, hace muchos pero muchos años, en la que estábamos en los videojuegos y le pedimos un osito de peluche de la máquina. Mi papá, después de ver cómo todos intentaban pero no lo lograban, puso la ficha, apuntó, apretó el botón y ¡agarró un osito! No lo podíamos creer. Le pedimos otro; volvió a sacar uno. Y le pedimos otro, y otra vez atrapó uno. Y así y así durante largo rato. Todos dejaron sus juegos y se acercaron para ver al genio de la máquina de ositos. Estaba sacando tantos que la cajera nos dio una bolsa para empezar a guardarlos; era una de consorcio, la única que tenía. Todavía nos recuerdo hoy, a mis hermanos y a mí, incrédulos contemplando la bolsa de basura más linda de todas, rellena de casi veinte ositos de peluche de los más hermosos del mundo. Todavía nos recuerdo hoy, a mis hermanos y a mí, felices de festejar algo que todos deberían poder sentir: mi papá es un héroe.