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El sábado lo fuimos a visitar a Sebastián a su local, le caímos con unas birras sobre la hora de cierre. Nos reímos y recordamos otra vez su caída y su renguera. Le propusimos hacer un vacío en su parrilla y aceptó, así que de la galería nos fuimos a su casa, a la terraza. Rengo, con toda la semana de trabajo sobre sus espaldas, se sentó al costado del fuego, a esperar por la rica carne asada y al fin descansar un poco. Pero cayó su pequeña hijita y le pidió que jugaran a la escondida; entonces el cojo se puso de pie, mientras la nena empezó a contar con los ojos cerrados pero haciendo trampa porque espió hacia dónde iba su papá. Y él corrió arrastrando su maltrecha pierna hasta algún escondite; cuando terminó la cuenta, rápidamente la tramposa fue hasta el lugar y salió disparada para sentenciarlo contra la pared de origen; Sebastián corrió como cuando nene detrás de ella pero, por supuesto, no pudo llegar antes por culpa de su cojera. Sebastián no se dio cuenta, entonces, que no sólo su hija lo veía como un héroe, con ojos de admiración y veneración.
1 comentario:
Hermoso este relato del rengo. Gracias
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