martes, 4 de octubre de 2011

Inexplicable

Hay muchas cosas que nunca comprendí, todas ellas por ignorancia. Y, también, por una necia y tenaz preferencia por lo fantasioso, infantil como explicación de las mismas. Hablo de por qué un pájaro vuela; de todo lo que vuele, en realidad, un ave y un helicóptero. También me refiero a las conversaciones telefónicas y a las bondades de la nafta que hacen que un automóvil se traslade a cientos de kilómetros. Tanta es mi ignorancia y mi gusto por la idiota imaginación que donde hay razones naturales y trabajos del hombre, pongo una fuerza que descansa en el centro del mundo y administra todas las energías que existen como mago con billones de varitas, empujando al pájaro para que vuele y dándole al cielo la densidad precisa para soportar un avión; llevando de un lado a otro del cable lo que una persona le dice a otra por teléfono y soplando la nafta para darle la bendición mágica que necesita para hacer que los autos vivan. Pienso que me divertiría mucho conversando con nenes, pidiéndoles explicaciones sobre todas esas cosas que sorprenden a las personas cuando niños. Debería tener un amigo pequeño, para que me enseñe, para que me recuerde lo bello que es el asombro, la inocencia, la fantasía, la explicación maravillosa.

***

Recuerdo, aunque fue hace más de diez años, cuando te conocí. Algo, no sé qué, vibró fuerte muy fuerte dentro de mí; como un despertador, o como un detector de metales preciosos, de esos que usan algunos tipos para encontrar objetos de valor perdidos en las orillas de las playas. Sí, eso fue: el detector del amor que llevo metido en la zona del pecho se alborotó para advertirme que eras la cosa más perfecta y bella que conocí y podría conocer, así recorriera todos los países con sus ciudades más populares y sus sitios menos habitados. Tus cabellos negros largos y desprolijamente lacios, enmarcando tu rostro de ángel, blanco, rosado, tierno, con tus dientes preciosos y tu boca rosa y roja, con una lengua privada, reservada para un príncipe de cuentos que no existe sino en libros. Y tu ropa sencilla sobre tu cuerpo de tesoro, tan sutilmente diseñado por el maestro que modela las personas, una divinidad que no escatimó en generosidad para determinar tus atributos de arriba y de abajo, de izquierda y de derecha, y hasta del medio. Fue verte por primera vez y creer en el amor a primera vista y saber que de ese momento en adelante sólo tenía una razón para vivir: besarte.

***

No comprendo un montón de cosas; ya lo confesé, soy un completo ignorante que apenas si sabe cuál es su nombre. Después de haberte conocido, sumé algo más a la lista de cuestiones que no entiendo. Un suceso que, increíblemente, sólo yo debo preguntarme porque el resto, aunque tampoco lo entienda, no se lo consulte porque así como yo soy una ignominia para el saber todos son unos dormidos, que en vez de pensar en cosas como estas andan preocupados con el trabajo, la facultad y el partido del fin de semana. La cosa, en resumen, es que me pregunto a diario cómo es posible que una mujer dueña de tanta pero tanta belleza como vos, que sin dudas fue la que inspiró a Borges a escribir alguna vez que hay una multitud de hermosura en una hembra, cómo es posible que no estés sentada en el trono de la reina del mundo. Y a quien diga que hay otros valores, mejores, que harían de otra mujer la indicada, yo les protesto. ¿Qué valor? ¿La decencia? Dolina, no yo, lo dejó muy en claro: no hay nada más decente que la belleza. Y vos, preciosa, tenés toda, todísima la decencia del mundo. Y no comprendo por qué no abriste todavía la puerta del castillo con una patada y te sentaste en el trono que el destino erigió para vos. No tengas más temor, ni inseguridad; el mundo es tuyo. Y si no me creés, mirate al espejo y sonreí.

domingo, 11 de septiembre de 2011

De todos los tiempos

En "Contrapunto", la novela que Aldous Huxley publicó hacia 1928, se retrata con la maestría propia del autor diversas situaciones que enseñan a los componentes de la sociedad occidental de aquella época. Aunque, en algunos casos, los sucesos no son exclusivos de la primera parte del siglo pasado sino de todos los tiempos; es el caso, por ejemplo, del siguiente pasaje: Walter Bidlake se sube a un taxi con Lucy Tantamount, salen de una fiesta y van hacia otra; él, en verdad, quiere llevarla a otro lugar, donde puedan tener intimidad. Ella es una femme fatale; él, periodista y escritor, intenta engañar a su esposa con ella, la dueña de todas sus fantasías.

-¿Qué hay? -dijo Lucy, cuando Walter se sentó a su lado en el coche. Parecía lanzar una especie de desafío-. ¿Qué hay?
El coche arrancó. Walter le cogió la mano y la alzó a sus labios. Era la respuesta al desafío.
-Lucy, yo la quiero. Eso es todo.
-¿Me quiere usted, Walter? -Se volvió hacia él y, cogiendo su cara entre sus dos manos, lo miró intensamente, en la semioscuridad-. ¿Me quiere usted? -repitió, y al hablar meneó lentamente la cabeza y sonrió. Luego, inclinándose hacia adelante, le besó en la boca. Walter la rodeó con el brazo; pero ella se desprendió-. No, no -protestó, y se echó de nuevo hacia su rincón-. No.
Walter obedeció, separándose de ella. Se hizo un silencio. Lucy llevaba perfume de gardenias; cálido y dulce, el símbolo perfumado de su ser lo envolvió. "Debí insistir -pensó él-. Brutalmente. Debí besarla otra y otra vez. Forzarla a que me amase. ¿Por qué no lo he hecho? ¿Por qué?" Walter no lo sabía. Ni por qué lo había besado ella, salvo que fuese sólo para provocarle, para hacer que la deseara más violentamente, para hacerlo más rendidamente su esclavo. Ni por qué, sabiendo esto, la amaba todavía. "¿Por qué? ¿Por qué?", continuó repitiéndose. Y, como un eco sonoro de sus pensamientos, Lucy habló de pronto.
-¿Por qué me ama usted? -preguntó desde su rincón.
Walter abrió los ojos (...).
-Eso es lo que yo acaba de preguntarme -respondió-. Y me decía que mejor me hubiera sido no hacerlo (...).
Walter le gustaba. Había algo en él muy lindo. Además era inteligente, sabía ser un compañero agradable. Y por fastidiosa que fuese, su enfermedad amorosa lo hacía al menos muy fiel (...). Walter le servía con una fidelidad perruna. Pero ¿por qué tenía a veces aquel aire de perro bajo el látigo. Tan servil. ¡Qué imbécil! Lucy se sintió súbitamente irritada por su servilismo.
-Walter, Walter -dijo en son de burla, poniendo su mano sobre la de él-. ¿Por qué no me habla usted? 
Él no respondió.
-¿O es que hay que callarse? -Los dedos de Lucy rozaron eléctricamente el dorso de su mano y se cerraron en torno a su muñeca.- ¿Dónde está su pulso? -preguntó al cabo de un momento-. No lo encuentro -y buscó sobre la piel suave las pulsaciones de la arteria. Walter sintió el contacto de las yemas de sus dedos, ligeros, temblorosos y un tanto fríos, contra su muñeca-. Me atrevería a afirmar que no tiene usted pulso -dijo ella-. Me parece que tiene usted la sangre estancada. -El tono de su voz era despectivo. "¡Qué imbécil!", pensaba Lucy. "¡Qué imbécil y qué abyecto!" -Justamente estancada -repitió, y de golpe, con súbita malignidad, le clavó en la carne sus fuertes uñas aguzadas a la lima. Walter dio un grito de sorpresa y de dolor-. Usted se lo ha merecido -dijo ella, y se echó a reír en su cara.
Walter la asió por los hombros y comenzó a besarla frenéticamente. La cólera había exacerbado su deseo; sus besos eran una venganza. Lucy cerró los ojos y se abandonó muellemente, sin resistencia. Un hormigueo de placer anticipado cundió a través de su piel con una especia de aleteo pánico, como el de las alevillas. Y de pronto, dedos aguzados parecieron tocar, pizzicato, las cuerdas de sus nervios; Walter sentía todo su cuerpo conmovido involuntariamente entre sus brazos, conmovido como si hubiera sido lastimado de pronto. Mientras la besaba se halló ante la interrogación de si ella habría esperado que reaccionara de aquel modo a su provocación, de si lo habría deseado. Walter cogió su frágil cuello entre sus manos. Sus pulgares estaban sobre la tráquea. Oprimió suavemente.
-Un día -dijo él con sus dientes cerrados- la voy a estrangular.
Lucy no hizo más que reír. Walter se inclinó y besó su boca riente. El roce de sus labios sobre los de ella hizo cundir por todo el cuerpo de Lucy una sensación fina, aguda, que era casi dolor intolerable. Las alas de la avelilla en pánico se agitaron sobre todo su cuerpo. Lucy no había esperado de Walter aquellos ardores tan fieros y salvajes. Se sintió agradablemente sorprendida.
El taxi entró en Soho Square, aminoró la marcha, se detuvo. Habían llegado. Walter dejó caer sus manos y se separó de ella. Lucy abrió los ojos y le miró.
-¿Qué hay? -preguntó en son de reto, por la segunda vez aquella noche. Hubo un momento de silencio.
-Lucy -dijo él-, vayamos a otra parte. No aquí, no a este terrible lugar. A cualquier parte donde podamos estar solos -su voz temblaba, sus ojos imploraban. La fiereza había desaparecido de su deseo; de nuevo se había hecho perruno, servil-. Digámosle al chofer que siga -suplicó él.
Ella sonrió, meneando la cabeza. ¿Por qué imploraba él y de aquel modo? ¿Por qué era tan servil? ¡El imbécil, el perro bajo el látigo!
-¡Por favor, por favor! -suplicó él.
Pero habría debido ordenarlo. Habría debido, simplemente, dar la orden al conductor, y tomarla nuevamente en sus brazos.
-Imposible -dijo Lucy, y descendió del coche.

martes, 23 de agosto de 2011

Mi papá es un héroe

Ahora que vivo en San Bernardo las cosas cambiaron, para mí. Principalmente, porque volví a trasladarme sólo de dos formas: a pata o en bicicleta. Caminar por el pueblo, tan vacío, saludando paisano a paisano que voy cruzando de vez en cuando me reconforta, pero andar en bicicleta es mucho mejor, con los rulos que se me vuelan de acá para allá y los perros que me persiguen cuando voy por la playa y me quieren morder los pies o las ruedas; las piernas se cansan de una u otra manera, pero qué agotamiento tan lindo el físico cuando el mental está tan descansado que sólo tiene espacio para la aceptación del final de todo, o de nuestra circunstancia humana de pasajeros. Ya lo cantó Germán Daffunchio: no hay que vivir fingiendo, la cosa es al revés, cuando sólo somos pasajeros en este show.

***

Me encontré un perrito, en el muelle. Se me hizo amigo enseguida; es chiquito, no debe tener un año todavía. Era tan fuerte su llamado de cariño que no pude resistirme a acariciarlo y hacerle compañía un rato. Lo voy a visitar seguido, a partir de ahora. Siempre con comida por supuesto, así le arranco un poco de alegría; a diferencia del resto de los muchos perros que andan por ahí, él es muy flaquito y, tal vez, necesite ayuda para conseguir alimento.

***

No tardé en hacer un amigo: el mozo del lugar al que voy siempre a comer. Me trae el diario, me pone fútbol en la tele, me da doble ración de las empanadas de entrada de gentileza y, también, me invita el cortado del final. Y, apenas me ve llegar, saca una Quilmes de la heladera. Sabe que soy un borracho sin remedio.

***

No sólo volví a patear y a andar en bicicleta; también regresé a un hábito fundamental: jugar a los videojuegos. Aunque ahora están distintos; la mayoría son de bailar como chino con descarga eléctrica encima, de tirar tiros con ametralladoras que son casi reales, de patear penales, de jugar a la Play Station y de no sé qué cosa más. Quisiera probar el de bailar, pero me da verguenza; siempre está lleno de chicos y chicas que bailan mejor que John Travolta y de hacer el ridículo ya estoy un poco cansado. Me gustaría tener una de esas máquinas en casa, practicar día y noche y después ir y demostrar cómo se hace.

De cualquier forma, lo bueno es que atrás de todo, escondidos, sucios, aún encendidos por inercia acaso o como gentes en coma, están los viejos y queridos videojuegos tal como los conocí; el Mortal Kombat, el Virtual Soccer, el Wonderboy, el Tetris y el Street Fighter. De inmediato, compré fichas e hice lo que solía: un mundial con Colombia en el Virtual Soccer 2. Y, ficha más ficha menos, terminé ganando incluso al Sega Team en la finalísima. Valderrama, Asprilla, Valencia, Serna, estaban todos los héroes de mi equipo tal como los dejé hace años.

A la salida, me paré a ver cómo una chica jugaba con su mamá a una máquina especial: la que está repleta de ositos de peluche, de los más hermosos del mundo, y hay que sacarlos con una garra de metal que se mueve según se le ordena con una palanca que está por encima de ellos; se aprieta un botón, una vez decidido dónde se quiere que agarre, y la garra baja, se cierra y sube hasta el jugador con aire o con un osito. La chica probó con varias fichas; lo más cerca que estuvo fue cuando logró atrapar un caballito pero no llegó hasta ella, ya que no fue sujetada por la garra con la precisión necesaria y se cayó al mar de ositos.

Acá tendría que estar mi papá, pensé. Y es que recordé aquella tarde, hace muchos pero muchos años, en la que estábamos en los videojuegos y le pedimos un osito de peluche de la máquina. Mi papá, después de ver cómo todos intentaban pero no lo lograban, puso la ficha, apuntó, apretó el botón y ¡agarró un osito! No lo podíamos creer. Le pedimos otro; volvió a sacar uno. Y le pedimos otro, y otra vez atrapó uno. Y así y así durante largo rato. Todos dejaron sus juegos y se acercaron para ver al genio de la máquina de ositos. Estaba sacando tantos que la cajera nos dio una bolsa para empezar a guardarlos; era una de consorcio, la única que tenía. Todavía nos recuerdo hoy, a mis hermanos y a mí, incrédulos contemplando la bolsa de basura más linda de todas, rellena de casi veinte ositos de peluche de los más hermosos del mundo. Todavía nos recuerdo hoy, a mis hermanos y a mí, felices de festejar algo que todos deberían poder sentir: mi papá es un héroe.

jueves, 9 de junio de 2011

Mi mejor amiga, mi hermana

Virginia es una chica que da gusto conocer, porque te recuerda que a pesar de lo que parece todavía quedan personas como ella: rollingas, de pura cepa, con el flequillo inamovible, las topper de lona, los jeans celestes y una lengua stone en la campera, en la mochila o en donde sea. Y siempre, pero siempre, hablando del Indio Solari; Virginia puede estar tres horas sin cesar hablando de aquel recital en Salta y sus treinta y ocho horas de viaje con todo el viento que entraba por los miles de agujeros de ese micro más viejo que la injusticia; puede justificar de una y mil maneras, a veces con más expresiones que palabras, por qué el Indio es el más grande de toda la historia, y mientras lo hace los cachetes se le ponen rojos y los ojos le brillan y se agita y le falta la respiración; puede quedarse hasta las seis de la mañana escuchando Los Redondos y tomando cerveza. Tiene mucho aguante. A ella no le gusta la tecnología; en realidad no es el típico caso de renegado que se hace el diferente porque no usa celular ni Internet, sino que simplemente no le interesa. Y tampoco la entiende. A Virginia le alcanza con una esquina, un casete del Indio y una birra. Y su mejor amigo. Virginia siempre está hablando de su mejor amigo, y cuando la escucho nombrarlo no puedo evitar sonreírme porque ella ya está grande pero así y todo todavía tiene un mejor amigo. Ezequiel se llama; una vez le pregunté, curioso. Me lo imagino un buen pibe. Virginia es amiga de mi mujer. Mi mujer tiene la suerte de tener una amiga así.

***

Cuando iba a la escuela me interesaba mucho por la cuestión de tener un mejor amigo. Yo quería ser el mejor amigo de un chico que era el mejor jugador de fútbol y del que gustaban todas las chicas del aula. Y lo había logrado, aunque debía compartirlo con otro amigo. Éramos sus dos mejores amigos, nos había prometido que en igualdad de importancia. Había un chico que quería que yo fuera su mejor amigo; él siempre se traía una latita de Pepsi de la casa para tomar en los recreos y era la envidia de todos, porque en el kiosco de la escuela sólo vendían Coca y por supuesto todos queríamos tomar de eso diferente. Él aprovechaba su tesoro y me dejaba el cuarto final de su latita, todos los días, a cambio de que yo le dijera que era mi mejor amigo. Yo tuve un mejor amigo de verdad más de grande; pasábamos todos los días juntos, cada vez que quedábamos libres de nuestras cosas. Sin embargo, repentinamente, comenzó a alejarse de mí sin darme ninguna explicación, lenta pero inevitablemente se apartaba; yo me daba cuenta pero ante mis preguntas él me evadía y me hacía creer que no era así. Finalmente, hoy hace años ya que no cruzamos ni siquiera una palabra por teléfono. Su voz y su risa son un recuerdo que trato de no olvidar, porque a pesar que dejó por siempre una herida abierta en mi corazón con su alejamiento sin explicaciones nunca dejé de quererlo.

***

Hace ya dos años que sabía que de un momento a otro Chiqui se moriría. Chiqui, la perra que desde hace trece años me acompaña, con sus cincuenta kilos y su manto negro de ovejera alemán, sus ojos húmedos y su lengua besuqueira, sus ladridos intimidantes ante cualquiera que osara acercárseme sin intenciones claras. Me lo indicaba su constante cansancio, su falta de ganas de tomar y comer, sus caídas, su adelgazamiento, su expresión de dolor. Y el tiempo, porque trece años para un perro tan grande, con un pasado de callejero, son una carga que termina por vencer. En los últimos días, era desgarrador verla tirada sin mover ni un músculo; a lo sumo se arrastraba un poco, como para comprobar si aún continuaba con vida. Era desgarrador pasar cada momento sintiendo que eran las últimas charlas, las últimas caricias. Me persigue el recuerdo de sus últimos quejidos, de sus últimas palpitaciones. Me agobia la tristeza de saber que jamás volveré a caminar junto a ella por el barrio, asustando a perros, gatos y vecinos. Haciéndoles saber que conmigo, cuando voy con Chiqui al lado, no se jode. Me destruye la certeza de que nunca podré volver a recostarme a su lado y acariciar sus pelos y ver cómo me hace sentir que ese momento es el más feliz de todos para ella. Chiqui fue mi mejor amiga, mi hermana. Fue tan solo una perra, que por supuesto no hablaba, no me daba consejos. Tan sólo comía y quería jugar, y quería estar conmigo todo el tiempo. La extraño tanto, a tan pocos días de no tenerla más a mi lado. Y no puedo dejar de llorarla. Jamás podré. Te amo, Chiqui. Estas lágrimas por tu ausencia lo demuestran. Ojalá me visites en mis sueños. Te voy a estar esperando.

lunes, 9 de mayo de 2011

Eso era, la simpatía

Quisiera tener la elocuencia de Víctor Hugo Morales, y que mis pensamientos fluyan de mi boca como lo hace el agua cristalina a través de una cascada desconocida, sobre tierra y piedras llenas de soledad, años y magia. Quisiera poder explicar mis pobres razonamientos y sentimientos fácilmente, recurriendo a esta y esa referencia de la literatura, el cine, la política. Quisiera que todo lo mejor que pueda decir surgiera cuando lo necesito, rápida pero ordenadamente; en ese preciso instante en que tengo y quiero decir algo. Pero siempre mi mejor expresión llega tarde, cuando el receptor ya olvidó mi existencia y, por supuesto, nuestra conversación. Quisiera poder explicar, por ejemplo, mi particular gusto por ciertos artistas u obras de arte como lo hizo Thomas Mann cuando escribió su novela "La muerte en Venecia":

"Para que cualquier creación espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y profunda es preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el carácter personal del autor y el carácter general de su generación. Los hombres no saben por qué les satisfacen las obras de arte. No son verdaderamente entendidos y creen descubrir innumerables excelencias en una obra para justificar su admiración por ella, cuando el fundamento íntimo de su aplauso es un sentimiento imponderable que se llama simpatía".

viernes, 25 de marzo de 2011

Historia de una fotografía familiar

Tal vez a la persona más fácil de ayudar es aquella a la que no conocemos, justamente porque no sabemos si merece o no nuestro auxilio; sólo sabemos que lo necesita y se lo damos, acaso en parte para reforzar el buen concepto que tengamos sobre nosotros. O quizás por el bien mismo; el bien por el bien mismo. Como el arte por el arte, pero más noble aún. Tal vez, acaso, quizás; no hay seguridades para ofrecer. A veces alguien no nos pide un favor que necesita de nosotros porque sabe que ya le sacamos la ficha de que no nos parece buena yerba y no queremos tenderle la mano; a veces no le pedimos un favor a alguien porque ese alguien no nos parece buena gente y no queremos que nos tienda la mano; aunque ese alguien sea el único que nos pueda ayudar; aunque sea casi de vida o muerte. Mejor morir de pie que arrodillado, dicen y tienen razón.

***

Nos sucede, a los que nos gusta ayudar, encontrarnos con ocasiones que piden auxilio. Y de absolutos extraños. Un ciego o una abuela para cruzar la calle o parar un colectivo, o levantar algo del suelo. Hace poco, miraba hacia el mar cuando ya se había ido el sol, cuando ya hacía frío, cuando ya casi no quedaba nadie. Estaba sentado ahí en ese lugar que usan los bañeros para custodiar las aguas; un poco más arriba veía mejor, y hasta que pensaba mejor. De repente me concentré en la siguiente situación: una numerosa por demás familia quería una fotografía todos juntos; la ocasión pedía un fotógrafo voluntario de por ahí y yo tenía todos los números; entonces, comenzó un debate entre mis ganas de ayudar y mi vergüenza de ofrecer mis servicios ante un grupo de quince personas, para lo que hubiese sido necesario pedir la palabra golpeando una copa de tan eufóricos y divertidos que estaban. Sin embargo, uno de los jóvenes de la familia tuvo la idea de usar la opción de fotografía automática: lejos de la orilla, donde todos ya se habían puesto en pose, apiló paletas y tejos sobre una silla con buzos y remeras. Luego apuntó, calculó, acomodó, apretó y salió corriendo a reunirse con el resto, que lo alentaba en su carrera como la mejor hinchada que se conociera, gritando y aplaudiendo. No obstante, el fotógrafo detuvo su carrera enseguida al ver que la cámara se cayó del improvisado trípode. Nuevamente, era mi momento: debía ofrecerme; incluso sentí que alguna tía y algún padre me miraban como recriminando mi pasividad. Pero entonces no fue la vergüenza la que me lo impidió sino otra cosa: pensé que esa imagen valdría más para la familia si lograba sacarla por las suyas, uno haciendo y los otros apoyándolo. Creí que esa fotografía, así, tendría un color más. Otra vez, el muchachito acomodó la cámara, la acarició, como pidiéndole un favor, tomó carrera, apretó el botón y comenzó la carrera como si en esa carrera hacia su familia se le fuese la vida; los otros, por cierto, reiniciaron el alboroto de griterío y aplausos para que llegara el que faltaba para completar el cuadro; éste voló con los pies hacia adelante tirándose al piso y quedó en perfecta ubicación, acostado debajo de todos, de costado, con los brazos abiertos. La cámara tomó la imagen para el recuerdo, que grabó caras de alegría y triunfo. Y yo, mientras disfrutaba el momento, me quedé pensando que, al menos una vez, tomé la decisión correcta. Porque, a veces, se ayuda simplemente dejando hacer.

sábado, 5 de febrero de 2011

Los comensales

—Hoy tengo ganas de comer asado, che.
—A mí me gustaría pizza con cerveza.
—Asado y un buen vino tinto.
—Bueno, está bien, vos ganás. ¿A qué parrilla vamos?
—La última vez, la semana pasada, le caímos a Enrique. Podríamos ir de nuevo.
—¿Y a lo de Sebastián? Hace rato que no vamos.
—Es que la última vez que comí en lo de él me fui embroncado; el chorizo, quemado; el vacío, crudo; el asado, pura grasa.
Un joven se acercó a Medero y Fontana, que estaban parados en una esquina, a un par de cuadras de la Estación Liniers, y les preguntó cómo hacía para llegar a la cancha de Vélez. Ya eran casi las nueve de la noche.
—Sí, a mí tampoco me gustó. Pero lo bueno de Sebastián es que no le molesta invitarnos. Enrique es un miserable, se nota que nos recibe de mal gusto— apuntó Fontana.
—Es verdad... pero me tiene sin cuidado que se enoje: de buen o mal humor él, nosotros morfamos de novela lo mismo.
Fontana festejó la conclusión de Medero con una carcajada.
—¡Qué poco movimiento de gente hoy!— comentó Medero.
—¿Y si vamos a lo de Luis? Si le caemos sobre el cierre, tipo doce, nos da lo que le quedó que siempre es muy bueno.
—Pero habría que ir hasta Floresta.
—Villa Luro.
—En diez, quince minutos estamos.
—Y también habría que hacer tiempo...
Se mantuvieron callados unos instantes.
—El desayuno estuvo buenísimo— afirmó Fontana.
—Sí, Manuel tiene una mano bárbara para las facturas. Además no nos escatima: le mangueamos ocho facturas y nos da la docena completa, siempre. Un fenómeno el gallego.
—Mate con facturas, escuchando la radio, adentro del coche. Es mi opción preferida.
—Mañana podríamos ir al bar de Julián; le sacamos un par de café con leche con medialunas, ojeamos el diario.
—¡Ah, me olvidé de contarte! Le agregaron mesas y sillas a la panadería Santa Julia, para desayunar o merendar ahí. Tenemos que ir.
Repentinamente, se levantó un viento fuerte y frío. Enseguida, ambos entraron al auto.
—Los panchos del mediodía estuvieron más o menos— dijo Fontana.
—Y... yo no esperaba otra cosa. ¿A cuánto los están vendiendo? Me pareció ver que dos pesos. Muy barato.
—Igual que no sean caros no quiere decir que sean malos.
—Por lo general sí.
—Pasa también que en las pancherías tratamos con empleados.
—A veces no sé qué es mejor.
—¿Qué hora es?
—Faltan diez minutos para las diez.
Medero encendió el coche.
—¿Ya salimos?— preguntó Fontana.
—Sí, quiero morfar ya. Vamos a lo de Enrique.
Fontana preguntó si prendía la sirena; su compañero le contestó que por supuesto. Ambos rieron. Desde una vereda, un nene, que paseaba a su perro junto a su padre, los observó rápidos como rayo.
—¡Mirá, papá! —exclamó— ¡La policía va a atrapar a un ladrón!

martes, 4 de enero de 2011

El cumpleaños de María


Nunca me gustaron mucho las fiestas en salones, ni las de los cumpleaños de quince ni las de los casamientos. Siempre que me tocó ir a una la pasé, desde que entraba, con un ojo en el techo y otro en el reloj, calculando cuánto faltaba para el próximo plato, el siguiente baile, para irme, haciendo fuerza para que todo suceda lo más rápido posible. Me quedó una cuenta pendiente de todos los cumpleaños de quince a los que fui: jamás la homenajeada me eligió para prender una de sus velas, en ese ritual de lágrimas que solía hacerse hacia el final de la velada. Acaso debí ser mejor amigo de mis amigas cuando fui adolescente. Tengo la sensación que, a excepción de los padres, todos los que prendieron una vela, después, desaparecieron por siempre de la vida de las quinceañeras que las elevaron a la categoría de amigas por siempre y hermanas de la vida hasta la eternidad. Tal vez, lo admito, esta idea sea propia del resentimiento que me genera no haber estado en ese lugar de privilegio.

***

Una de las cosas que más me gusta de mi mujer es que no tiene una familia compuesta por centenares de personas; no tiene cincuenta y ocho primos, treinta y dos tíos y diez abuelos que todos los fines de semana cumplen años, se casan o se van a vivir a Europa. Así, los compromisos del estilo se ven reducidos a ninguno. Salvo por alguna que otra excepción, a la que teniendo en cuenta su categoría de excepción no hay excusa que valga. Mi mujer nunca me dice que este domingo al mediodía hay que ir al cumpleaños de la tía Claudia que lo festeja con una raviolada en Pacheco, a la tarde hay que ir a ver el partido de básquet que juega el primito Ezequiel en Temperley y a la noche hay que ir a la obra de teatro en la que actúa el sobrino del abuelo Héctor en San Telmo; por eso, cuando me avisó casi con diez meses de anticipación que su abuela cumplía ochenta años y lo festejaría en un salón de fiestas y debía asistir sí o sí no había forma de negarse; al contrario, considerando el excepcional compromiso, acepté con gusto. Además, como escribió Hernán Casciari, es imposible excusarse ante un compromiso con diez meses de anticipación.

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Conocí a María, la abuela de mi mujer, una tarde de primavera hace un par de años. Ella vive en Lavallol, con su hermana que está media pirucha. Esa vez nos recibió con mucho amor, y con mucha y rica comida: sánguches de miga, masas y alfajores. Sacó fotos de varias décadas de antigüedad, que despertaban anécdotas sin cesar. Una de un locutor del que estuvo perdidamente enamorada y al que escribía cartas apasionadas, que eran correspondidas por él. En ese entonces, noté en los ojos de María un brillo como de llanto contenido que despertó mi curiosidad; unas lágrimas calladas como su corazón que sugerían que ella no decía todo lo que tenía para decir. La advertí dueña de silencios que vaya a saber qué callaban.

***

Finalmente pasaron los diez meses y llegó el sábado del cumpleaños de María; antes --en principio una vez cada treinta días y sobre el final una o dos veces por semana-- mi mujer me fue recordando que esa noche no podía asumir ningún compromiso sino el del festejo de su abuela. No era obligatorio pero decidí ir de traje; pantalón de vestir, camisa fina, corbata, saco. Quería estar impecable para la nona; lástima que salí apurado y me olvidé el cinturón, cosa que tiró por la borda toda mi pretendida y desacostumbrada presencia. Llegamos al salón después de un viaje de hora y media; el evento era en su barrio, Lavallol, y nosotros salimos desde Caballito, donde vive la mamá de mi mujer, con quien fuimos. Y su hermana, mi cuñada. El salón era sencillo y los mozos parecían sacados de un túnel del terror de parque de diversiones, pero la emoción de un cumpleaños como este me provocó una percepción de lo más tierna sobre todo; lentamente, caían al lugar viejos muy viejos, con sus nombres y sus estilos del siglo pasado, y la noche se hacía más especial. Como una estrella, María se hizo desear casi dos horas: una vez que ya estábamos todos, el salón totalmente repleto, comenzaron los rumores de que haría su ingreso; rápidamente, se formó una ronda expectante en torno a la escalera por la que surgiría, se apagaron las luces, se soltaron los globos, se empezó a escuchar alguna canción sensiblera y comenzó a dejarse ver, a subir despacio hacia el centro de la escena. Parientes de aquí y allá se peleaban por besarla, abrazarla, decirle feliz cumple. Y ella, por primera vez en la noche, dejó de ser una mujer de llanto contenido y dejó ser lágrimas al brillo de sus ojos.



Rápidamente, comencé a hacer lo que mejor hago: emborracharme. Servían Quilmes, con un frío para el aplauso. ¿Podrá creerse que en un cumpleaños de este estilo hubo problemas de ego por quién se sentaría en la mesa principal? Para colmo, la diva que protestó por tener un lugar al lado de la abuela en vez de hablar con la nona y entretenerla no le dio pelota. Triste, yo miraba cómo María pasaba en silencio los primeros momentos de su noche. Pero por fortuna no tardó mucho en hacer que cada mesa fuese la principal, moviéndose por todas, compartiendo un rato con cada grupo. Y a la diva, fea, la luz dejó de apuntarle.

Había un tipo, que creo que era un vecino, que era igual a Alejandro Urdapilleta; estaba vestido de lo más llamativo, con traje pero en vez de con camisa con una remera roja furiosa que tenía un gran signo de interrogación en el medio. Apenas empezó el baile, no tardó en convertirse en el alma de la fiesta. Gracias a él, por cierto, tuvo lugar un número de canto a cargo de un amigo suyo. Éste cantó algunos boleros y algunos tangos; irrespetuoso, llamó a María a su lado y la miró a los ojos entonándole "Algo contigo". También le cantó "A mi manera". Justamente, "A mi manera" fue la canción que acompañó un video que preparó la familia de la nona, con imágenes de toda su vida; su infancia, su juventud, su adultez, su hoy. El momento de la proyección de este video, sin dudas, fue de lo más lindo de la velada.



Cuando llegó el turno del famoso carnaval carioca, me hallé sentado con un festivo gorro de plástico sobre la cabeza, una copa de champagne en una mano y una matraca en la otra, mirando cómo todos bailaban. En particular, mirando cómo bailaba la hermana de María, esa que está media pirucha y que vive con ella. Había que verla cómo revoleaba la matraca al tiempo que movía el esqueleto y hacía soplar un silbato. Y eso que tiene más de ochenta; debe tener como noventa más o menos. Y tanto me perdí en mirarla, admirar su manera de divertirse que la atraje, porque cuando menos lo pensé la tenía delante de mí, como agitándome, como convocándome a la fiesta, como enseñándome; moviendo delante de mis narices su diminuta y arrugada figura, sacudiendo la matraca en torno a mis ojos, soplando el silbato contra mi cabeza. Dándome una lección de juventud.

***

Le costó a María soplar las velitas; no porque no tuviera aire suficiente sino porque vaya a saber qué pensamientos la paralizaron frente a esos fuegos flacos. Simplemente se quedó meditativa frente a ellas, frente a la torta. Y se resistió a soplar. Aunque ya habíamos cantado como tres veces el feliz cumpleaños, ella no cumplió su parte del ritual. Tal vez no terminaba de decidirse por sus tres deseos. O quizás se dio cuenta como nunca antes que estaba cumpliendo ni más ni menos que ochenta, y le dio miedo. Pero tranquila, María, algo me dice que en diez años mi mujer me estará avisando con diez meses de anticipación que habrá un sábado por la noche que tendré que reservar sin excusas.