miércoles, 27 de noviembre de 2013

La abuela preocupada

Era una mañana más, como todas las otras de la semana laborable. Esperaba el colectivo, escondiendo mi sueño y mi resignación a la jornada detrás de los anteojos de sol. De repente, desde atrás, alguien me tocó la espalda; era una abuela, con su pareja a un costado.

–Se te va a caer la botellita… –me dijo, refiriéndose al agua que llevaba en uno de los bolsillos exteriores de la mochila. En efecto, más de una vez se me fue al piso.

–Está sujetada y la estoy mirando –respondí, con una sonrisa de agradecimiento por su preocupación.

–¿Y por qué no la guardás adentro de la mochila?

–Es que está fría, y me mojaría las carpetas y el libro.

–Ah… –aceptó frustrada–. Pero se te va a caer…

–No sería la primera vez –acepté y me di vuelta, tratando de cerrar la conversación.

De alguna forma, lo admito, las preocupaciones de los viejos ponen a prueba mi paciencia, aunque sea consciente de que detrás de ellas puede haber las mejores intenciones. Sin embargo, a veces, pienso que más que solidaridad hay una rabia de imponer una verdad, una razón.

Mientras consideraba la crueldad de mi sentir, tratando de alejarme de la anciana porque me molestó su comentario e insistencia, advertí que su marido la tironeó hacia la calle con la mayor velocidad posible que era la equivalente a una tortuga. Ni siquiera llegaron a levantar la mano para detener al colectivo que aguardaban; miré la cara triste de la abuela y pensé que, a veces, por distraerse con otros uno puede complicarse a sí mismo. Y, encima, en vano.

martes, 27 de agosto de 2013

Como los bueyes

Fue un sábado, o domingo al mediodía, en el shopping de Liniers. A veces, con mi mujer, elegimos comer en McDonald´s o en Burger King; quisiera ser un tipo que se alimenta sanamente, con vegetales, frutas y agua mineral, pero soy todo lo opuesto. Y si mi hígado y mi estómago lo permitiesen, mi dieta consistiría en asado, cerveza y budín de pan mixto a diario.

El patio de comida era un hormiguero y conseguir una mesa, aunque sea para dos, era una misión complicada; había una señora, con bandeja repleta en mano, que recorría acá y allá buscando dónde ubicarse. No obstante, nosotros tuvimos suerte y encontramos lugar, y pudimos arruinar nuestro organismo con la chatarra del rey de la hamburguesa y sus papas fritas y gaseosas y aderezos.

Una vez terminado el almuerzo, mi vista volvió a cruzarse con aquella mujer que caminaba alrededor de todo el lugar mirando adónde sentarse; sentí mucha pena de ella y su comida ya fría, y le hice un ademán para que viniese a nuestra mesa. Cuando se acercó, nos agradeció pero nos dijo: “No estoy buscando dónde ponerme, sino a mi mamá que se me perdió”.

Yo me reí, pensando que era una situación graciosa. Sin embargo, ella me hizo entender que no había nada de chistoso: “Está grande, y suele desorientarse. Estoy preocupada, la comida ya se arruinó”. Y continuó dando vueltas, avizorando adónde podría estar su madre.

Con mi mujer hicimos lo propio, a pesar de no saber cómo era la mujer a la que buscábamos. Y no tardamos ni cinco minutos en ver a una señora mayor sola, sentada en una mesa vacía de comida, mirando al piso con resignación. Enseguida, nos miramos y coincidimos en un comentario sin hablar: “Es ella”. Era parecida, tenía las mismas facciones y la misma mirada tierna. Nos acercamos y le pregunté: “¿Usted vino a comer con su hija?”. Ella respondió que sí, y la acompañamos hacia su encuentro.

La mujer revivió al verla llegar y nos agradeció una y otra vez. Yo también me sentí feliz: la comida, entre madre e hija, costumbre de todos los tiempos, no se había arruinado. Al contrario, había sumado una divertida anécdota sobre la que reír.

domingo, 29 de julio de 2012

Las cosas se aprenden de chico

Hace algunos meses cumplí años y Elina me hizo el mejor regalo que recibí en mucho tiempo: una docena de cervezas importadas, la mayoría de ellas porrones aunque había dos de medio litro. Las botellas eran hermosas, con sus diseños y colores y palabras extranjeras y raras para mis ojos; había envases españoles, alemanes, portugueses, uruguayos, bolivianos, suizos y más. Apenas recibí el maravilloso obsequio, quedé embobado mirando tanta cosa hermosa y toda para mí. Esa, justamente, fue mi primera reacción: toda esa cerveza la tomaría yo solo, en ocasiones especiales. Sabiamente, mi mujer protestó: "Tenés que compartirla, ¿o no te lo enseñaron en el jardín?". Ella no me lo decía para obtener una porción de mi tesoro, ya que no le gusta la cerveza. Sin embargo, la ignoré por completo, con mis sentidos dedicados solo a embriagarme en mi posesión más preciada.

Pasaron los días y las botellas se convirtieron en un adorno más de mi casa, como si se tratasen de autitos de colección; de vez en cuando las miraba sin pensar jamás en beber una. Si las tomaba, pensaba, ya no estarían más allí y las perdería para siempre. No obstante, una noche llegué del trabajo y tras cruzar la puerta me recibió mi mujer con su cara de que había hecho una cagada; enseguida, supliqué perdón esperando enterarme de qué había arruinado y advertí en sus manos una de las botellas de medio litro: "Se te venció", me avisó. Era una cerveza artesanal española. Entendí entonces que debía comenzar a beber o finalmente no disfrutaría ninguna y de qué me había valido el mejor regalo del mundo si no lo supe aprovechar. Ayudándome, mi mujer pasó la mitad de las botellas a la heladera. Y, posteriormente, una vez por semana las fui consumiendo, embriagándome de placer en esos sabores extraños e inéditos para mi paladar acostumbrado a nuestra Imperial.

Hace poco fue el Día del Amigo, y en la previa al asado que compartiría con mis amigos pensé: ¿y si llevo mi tesoro para que ellos también prueben? Seríamos tres en total y me quedaban cuatro botellas. Orgullosa, mi mujer aprobó mi idea, viendo que tarde pero temprano había aprendido aquella lección del jardín: hay que compartir. Grande fue mi sorpresa y alegría al advertir que disfruté más de la cerveza boliviana que me tocó a mí al ver que mientras tanto mis amigos se relamían uno con una cerveza española y otro con una alemana. De alguna forma, haber hecho algo para provocar efímeras felicidades en ellos me reconfortó mi egoísta corazón. Además, convenimos en darnos a probar un trago de cada una entre los tres y nadie se quedó sin conocer ninguno de aquellos sabores foráneos que tantas ganas de viajar nos provocaron.


Anoche destapé la última cerveza, una alemana. Me di cuenta que Elina me regaló muchas de Alemania; no es para menos, si hablamos de cerveza. Advertí que era la que más me había gustado de todas. Era una ocasión especial: estaba escuchando el nuevo disco de Las Pelotas. Y miraba a través de la ventana, de noche, los autos ir y venir y las estrellas y las luces y los balcones y las veredas solitarias de allá a lo lejos. Sin embargo, recordé que disfruté más aquella cerveza boliviana que tenía sabor a cualquiera de las nuestras y todo porque las estaba compartiendo con mis amigos. ¿Y con quién podría haber compartido esta cerveza alemana de ahora, mientras escuchaba a Germán Daffunchio? El cielo oscuro me dio la respuesta: hubiese dado todo por tomarla junto a mi abuelo. Si habremos bebido cerveza juntos, mientras vivió. Él sí habría disfrutado como niño como yo el mejor regalo del mundo. Él, como nadie, me hubiese dado la mayor alegría de compartirle mi tesoro y saborearlo juntos. Cuántas veces bebió conmigo, antes que fuera a un recital de Las Pelotas. "Pasala bien", me despedía con una sonrisa. Recordé la enseñanza de la película "Hacia rutas salvajes". Y la entendí mejor. A tu salud, abuelo.

martes, 31 de enero de 2012

La paciencia de la araña

Llegué a casa a las tres y media de la mañana, después de disfrutar de uno de los grandes placeres: comer vacío, directamente de la parrilla, con amigos. Es como que tiene otro sabor cuando cortás un pedazo de carne sobre el carbón y enseguida lo estás comiendo, al costado del calor del fuego, sobre un plato de madera, parado.

No tenía sueño; si hubiese sido por mí, nos habríamos quedado tomando cerveza y escuchando Iron Maiden un par de horas más. Pero la mujer de uno de los muchachos lo requirió y, tres hijos mediante, es motivo valedero para suspender todo y acudir al llamado de la familia. El resto, medio desanimado, quiso ir a la cama.

Prendí la televisión y me tiré sobre el sillón, a ver qué podría hacerme compañía hasta que llegara el sueño perdido. De repente, algo se movió en las cortinas, al lado de la pantalla; busqué qué era y la vi: una araña, rápida, de patas flacas y largas, peluda. Horrible, temeraria. Debía matarla o ella haría lo propio con mi mujer, cuando la viera por ahí, moviéndose como si nada por nuestra casa; mi amor, a todo esto, estaba durmiendo como un angelito en la habitación. Y mientras tanto, la peor de sus pesadillas, tranquila sobre nuestras cortinas. Si la aplastaba contra la tela, enchastraría todo y mi mujer en vez de gritarle a la alimaña lo haría a mí; mejor la hago caer al suelo y la liquido a pisotones, me dije. No obstante, el plan no resultó: apenas me moví, la araña desapareció por el lado reverso de las cortinas; sacudí las telas y nada, se había esfumado. Revisé el techo, las paredes, el sillón, el suelo, la televisión, la mesa ratona y las cortinas otra vez. Nada. Me consolé pensando que quizás se había ido por el mismo lugar por el que había entrado; sin embargo, en verdad, sabía que estaba en algún lugar de la casa, bien escondida. Y, para peor, proyecté que sería descubierta en algún momento por mi mujer y sus gritos se escucharían desde el otro lado del océano. Sobre la pantalla, una pareja tenía sexo; sentado en el sillón, no me imaginaba desnudo en mi casa jamás.

Al día siguiente, constantemente miraba las cortinas y todo lo que las rodeaba, buscando la intrusa; sin embargo, ningún rastro de ella. Debía acostumbrarme a su presencia oculta, a pesar de la culpa que me generaba ocultarle a mi mujer la situación y saber que la exponía a una aparición horrorosa; no obstante, peor sería decirle la verdad y que estuviera, como yo, pendiente de que de un momento a otro saltara sobre nosotros una bola de patas y pelos y antenas y baba. El final del día llegó y ninguna señal había surgido; tal vez, me ilusioné, sí se había ido para siempre de nuestro hogar.

Sin embargo, la próxima noche, mientras mirábamos una película acomodados en el sillón, completamente a oscuras, repentinamente mi mujer dio un grito y se sacudió, como quitándose un bicho de encima. Enseguida, prendí la luz y agarré una ojota; intenté calmarla, mostrándole que no había nada, mintiéndole que habría sido fantasía suya ese roce. No obstante, yo sabía bien de qué trataba todo esto: la intrusa se había cansado de esperar en las sombras, su paciencia se había acabado y decidió hacer su aparición final, presta a devorarnos y quedarse con nuestra casa. ¿Dónde estaría? Comenzó a darme picazón en la cabeza, la cara, los brazos, las piernas; me palmeaba suavemente allí, para no asustar a mi mujer, aunque acaso la araña no me estaría picando pero al menos la alerta y el temor a ello me perseguían. Tenía que quedarme a solas con ella y batirnos a duelo mortal, no tenía otra alternativa. Convencí a mi mujer de continuar mirando la película en la habitación; le dije que me esperase allí, que iba al baño e iría junto a ella. En realidad, lo que hacía era preparar el escenario para la batalla final.

Comencé a buscar aquí y allá, a mover esto y aquello, gritando sin voz a mi enemiga que saliera, que se presente para la pelea, que no sea cobarde. Pero no había caso y la lucha parecía como la de personaje de película contra un rival de poderes de aparición y desaparición, de hombre invisible, de espíritu, de fantasma. Mi mujer me reclamaba; corrí al baño y desde allí le grité que ya iba. Comencé a lavarme los dientes. Súbitamente, ocurrió: levanté la vista para ver mi boca en el espejo y lavar sus piezas y advertí sobre mi hombro izquierdo la peor de mis pesadillas, mirándome fijamente a los ojos a través del vidrio y su reflejo. Desafiante, paralizada, en guardia, como proponiendo que sea un duelo para que gane el que disparara primero. No podía creer lo fea que era: sus patas eran más largas y flacas de lo que me figuraba, y sus antenas y sus pelos más grandes, y la baba y los ojos más temerarios. Tenía que actuar rápido y esta vez sin dudar; no podía permitir que se escapara otra vez. ¿Y qué hacer? Solo una idea me cruzó la mente en segundos: matarla con un manotazo, apretujándola contra mi remera. Fugazmente consideré que ello provocaría un enchastre en mi ropa y, además, que debería manosear a semejante bicho inmundo. Pero, así y todo, actué: con tenacidad y veloz, tiré la mano sepultadora y apreté fuerte y cerré los ojos. Recobré la visión, levanté mi mano y vi sobre ella el cadáver deformado de la araña; sobre mi hombro, habían quedado dos de sus patas.

Mi mujer volvió a preguntarme qué estaba haciendo; tiré la alimaña muerta al inodoro y apreté el botón, puse la remera a lavar, me lavé las manos una y dos veces. Triunfante, me miré con una sonrisa al espejo y fui al encuentro de mi amada. Una hora después, ella descubría en mis piernas unas ronchas; preocupada, me dijo que algo me había picado. Y, entonces, le dije una última mentira piadosa: sí, fue un mosquito, había uno en el baño pero quedate tranquila que ya no está más. En verdad, las erupciones rojas en la piel son muestras de que fuiste una digna enemiga, araña. Y este silencio que prosigue es a tu honor.

viernes, 20 de enero de 2012

Atrapar el agua

Fue una gran tristeza descubrir, de chico, que por más intentos que hiciera no había forma de atrapar el agua entre mis manos; acomodara las palmas y los dedos de esta u otra manera, inevitablemente el líquido se escurría hacia el piso. Pero lo acepté, y lo que más me dolió fue que el aprendizaje lo hice con el agua que más cariño me despierta: la del mar, la salada, la sucia, con arena, burbujas y espuma. Ahí, paradito, en cuero, con un simple short a cuadros vistiendo mi corta estatura y mi flaco cuerpo de nene, en algún verano de hace varias décadas terminé de asumirlo.

Son días de nostalgia, de melancolía. No sé qué será y parece que no podré saberlo, pero la tristeza me está abrazando por detrás y no puedo sacármela de encima; como si se tratara del orangután más forzudo, me pasa un brazo por la nunca y me amenaza de apretujarme el cuello hasta asfixiarme si no hago lo que ella quiere. ¿Y qué es lo que me pide? Que recuerde mis ayeres y las personas del pasado que hoy son como fantasmas pero entonces fueron todo para mí; esa gente que durante años y años fue la dueña de tu corazón, y de golpe y porrazo te das cuenta que décadas después no son más que un recuerdo. Y para peor no sabrías explicarte bien por qué las cosas se dieron así, ¿por qué fue precisamente que salieron de tu vida? Hablo de un mejor amigo, de una novia, de una amiga de la que estabas enamorado, de una amiga que estaba enamorada de vos. De eso hablo. ¿Dónde están, adónde se fueron? ¿Nunca les dijeron que era de mala educación irse sin decir chau? Y dar la posibilidad de ser retenidos, que todavía hay tiempo para un café, una cerveza más.

A veces pareciera que hubiese sido mejor que nunca hubieran pasado por mi vida esas personas. Y es que ahora todo lo que tengo de ellos es un maldito vacío insoportable que nada ni nadie pueden llenar. Y fotos y cartas y risas y miradas y palabras y charlas y veredas y sillones y plazas y playas y veranos que me persiguen desde la memoria con sus visiones y perfumes tiernos, amorosos, dulces. Pero que enseguida se esfuman y me dejan acá, solo, con el vacío. Esas cosas son una maldición; quisiera tener el valor para romper las fotos y las cartas, y veredas y sillones y plazas y playas; aunque si así lo hiciera ¿cómo haría para destruir las risas y miradas y palabras y charlas y veranos? Todas están alojadas en mi mente, en mi alma, en mi corazón. Y hasta tienen más fuerza que el orangután más forzudo. Son invencibles.

Descubro ahora, de grande, que es una gran tristeza aceptar que por más intentos que haga no hay forma de volver atrás y recuperar al mejor amigo, a la novia, a la amiga de la que estuve enamorado, a la amiga que estaba enamorada de mí. No hay manera ni de vivir otra vez con ellos todas esas fotos y cartas y risas y miradas y palabras y charlas y veredas y sillones y plazas y playas y veranos. No hay forma, ni yendo al pasado ni proponiéndoselo hoy. Ni soñándolo mañana. Solo queda ir a la orilla del mar otra vez, paradito, en cuero, con un simple short a cuadros vistiendo mi estatura y mi cuerpo gordo de hombre. Ir ahí, tratar de atrapar el agua otra vez, y asumir que de eso se trata.

martes, 4 de octubre de 2011

Inexplicable

Hay muchas cosas que nunca comprendí, todas ellas por ignorancia. Y, también, por una necia y tenaz preferencia por lo fantasioso, infantil como explicación de las mismas. Hablo de por qué un pájaro vuela; de todo lo que vuele, en realidad, un ave y un helicóptero. También me refiero a las conversaciones telefónicas y a las bondades de la nafta que hacen que un automóvil se traslade a cientos de kilómetros. Tanta es mi ignorancia y mi gusto por la idiota imaginación que donde hay razones naturales y trabajos del hombre, pongo una fuerza que descansa en el centro del mundo y administra todas las energías que existen como mago con billones de varitas, empujando al pájaro para que vuele y dándole al cielo la densidad precisa para soportar un avión; llevando de un lado a otro del cable lo que una persona le dice a otra por teléfono y soplando la nafta para darle la bendición mágica que necesita para hacer que los autos vivan. Pienso que me divertiría mucho conversando con nenes, pidiéndoles explicaciones sobre todas esas cosas que sorprenden a las personas cuando niños. Debería tener un amigo pequeño, para que me enseñe, para que me recuerde lo bello que es el asombro, la inocencia, la fantasía, la explicación maravillosa.

***

Recuerdo, aunque fue hace más de diez años, cuando te conocí. Algo, no sé qué, vibró fuerte muy fuerte dentro de mí; como un despertador, o como un detector de metales preciosos, de esos que usan algunos tipos para encontrar objetos de valor perdidos en las orillas de las playas. Sí, eso fue: el detector del amor que llevo metido en la zona del pecho se alborotó para advertirme que eras la cosa más perfecta y bella que conocí y podría conocer, así recorriera todos los países con sus ciudades más populares y sus sitios menos habitados. Tus cabellos negros largos y desprolijamente lacios, enmarcando tu rostro de ángel, blanco, rosado, tierno, con tus dientes preciosos y tu boca rosa y roja, con una lengua privada, reservada para un príncipe de cuentos que no existe sino en libros. Y tu ropa sencilla sobre tu cuerpo de tesoro, tan sutilmente diseñado por el maestro que modela las personas, una divinidad que no escatimó en generosidad para determinar tus atributos de arriba y de abajo, de izquierda y de derecha, y hasta del medio. Fue verte por primera vez y creer en el amor a primera vista y saber que de ese momento en adelante sólo tenía una razón para vivir: besarte.

***

No comprendo un montón de cosas; ya lo confesé, soy un completo ignorante que apenas si sabe cuál es su nombre. Después de haberte conocido, sumé algo más a la lista de cuestiones que no entiendo. Un suceso que, increíblemente, sólo yo debo preguntarme porque el resto, aunque tampoco lo entienda, no se lo consulte porque así como yo soy una ignominia para el saber todos son unos dormidos, que en vez de pensar en cosas como estas andan preocupados con el trabajo, la facultad y el partido del fin de semana. La cosa, en resumen, es que me pregunto a diario cómo es posible que una mujer dueña de tanta pero tanta belleza como vos, que sin dudas fue la que inspiró a Borges a escribir alguna vez que hay una multitud de hermosura en una hembra, cómo es posible que no estés sentada en el trono de la reina del mundo. Y a quien diga que hay otros valores, mejores, que harían de otra mujer la indicada, yo les protesto. ¿Qué valor? ¿La decencia? Dolina, no yo, lo dejó muy en claro: no hay nada más decente que la belleza. Y vos, preciosa, tenés toda, todísima la decencia del mundo. Y no comprendo por qué no abriste todavía la puerta del castillo con una patada y te sentaste en el trono que el destino erigió para vos. No tengas más temor, ni inseguridad; el mundo es tuyo. Y si no me creés, mirate al espejo y sonreí.

domingo, 11 de septiembre de 2011

De todos los tiempos

En "Contrapunto", la novela que Aldous Huxley publicó hacia 1928, se retrata con la maestría propia del autor diversas situaciones que enseñan a los componentes de la sociedad occidental de aquella época. Aunque, en algunos casos, los sucesos no son exclusivos de la primera parte del siglo pasado sino de todos los tiempos; es el caso, por ejemplo, del siguiente pasaje: Walter Bidlake se sube a un taxi con Lucy Tantamount, salen de una fiesta y van hacia otra; él, en verdad, quiere llevarla a otro lugar, donde puedan tener intimidad. Ella es una femme fatale; él, periodista y escritor, intenta engañar a su esposa con ella, la dueña de todas sus fantasías.

-¿Qué hay? -dijo Lucy, cuando Walter se sentó a su lado en el coche. Parecía lanzar una especie de desafío-. ¿Qué hay?
El coche arrancó. Walter le cogió la mano y la alzó a sus labios. Era la respuesta al desafío.
-Lucy, yo la quiero. Eso es todo.
-¿Me quiere usted, Walter? -Se volvió hacia él y, cogiendo su cara entre sus dos manos, lo miró intensamente, en la semioscuridad-. ¿Me quiere usted? -repitió, y al hablar meneó lentamente la cabeza y sonrió. Luego, inclinándose hacia adelante, le besó en la boca. Walter la rodeó con el brazo; pero ella se desprendió-. No, no -protestó, y se echó de nuevo hacia su rincón-. No.
Walter obedeció, separándose de ella. Se hizo un silencio. Lucy llevaba perfume de gardenias; cálido y dulce, el símbolo perfumado de su ser lo envolvió. "Debí insistir -pensó él-. Brutalmente. Debí besarla otra y otra vez. Forzarla a que me amase. ¿Por qué no lo he hecho? ¿Por qué?" Walter no lo sabía. Ni por qué lo había besado ella, salvo que fuese sólo para provocarle, para hacer que la deseara más violentamente, para hacerlo más rendidamente su esclavo. Ni por qué, sabiendo esto, la amaba todavía. "¿Por qué? ¿Por qué?", continuó repitiéndose. Y, como un eco sonoro de sus pensamientos, Lucy habló de pronto.
-¿Por qué me ama usted? -preguntó desde su rincón.
Walter abrió los ojos (...).
-Eso es lo que yo acaba de preguntarme -respondió-. Y me decía que mejor me hubiera sido no hacerlo (...).
Walter le gustaba. Había algo en él muy lindo. Además era inteligente, sabía ser un compañero agradable. Y por fastidiosa que fuese, su enfermedad amorosa lo hacía al menos muy fiel (...). Walter le servía con una fidelidad perruna. Pero ¿por qué tenía a veces aquel aire de perro bajo el látigo. Tan servil. ¡Qué imbécil! Lucy se sintió súbitamente irritada por su servilismo.
-Walter, Walter -dijo en son de burla, poniendo su mano sobre la de él-. ¿Por qué no me habla usted? 
Él no respondió.
-¿O es que hay que callarse? -Los dedos de Lucy rozaron eléctricamente el dorso de su mano y se cerraron en torno a su muñeca.- ¿Dónde está su pulso? -preguntó al cabo de un momento-. No lo encuentro -y buscó sobre la piel suave las pulsaciones de la arteria. Walter sintió el contacto de las yemas de sus dedos, ligeros, temblorosos y un tanto fríos, contra su muñeca-. Me atrevería a afirmar que no tiene usted pulso -dijo ella-. Me parece que tiene usted la sangre estancada. -El tono de su voz era despectivo. "¡Qué imbécil!", pensaba Lucy. "¡Qué imbécil y qué abyecto!" -Justamente estancada -repitió, y de golpe, con súbita malignidad, le clavó en la carne sus fuertes uñas aguzadas a la lima. Walter dio un grito de sorpresa y de dolor-. Usted se lo ha merecido -dijo ella, y se echó a reír en su cara.
Walter la asió por los hombros y comenzó a besarla frenéticamente. La cólera había exacerbado su deseo; sus besos eran una venganza. Lucy cerró los ojos y se abandonó muellemente, sin resistencia. Un hormigueo de placer anticipado cundió a través de su piel con una especia de aleteo pánico, como el de las alevillas. Y de pronto, dedos aguzados parecieron tocar, pizzicato, las cuerdas de sus nervios; Walter sentía todo su cuerpo conmovido involuntariamente entre sus brazos, conmovido como si hubiera sido lastimado de pronto. Mientras la besaba se halló ante la interrogación de si ella habría esperado que reaccionara de aquel modo a su provocación, de si lo habría deseado. Walter cogió su frágil cuello entre sus manos. Sus pulgares estaban sobre la tráquea. Oprimió suavemente.
-Un día -dijo él con sus dientes cerrados- la voy a estrangular.
Lucy no hizo más que reír. Walter se inclinó y besó su boca riente. El roce de sus labios sobre los de ella hizo cundir por todo el cuerpo de Lucy una sensación fina, aguda, que era casi dolor intolerable. Las alas de la avelilla en pánico se agitaron sobre todo su cuerpo. Lucy no había esperado de Walter aquellos ardores tan fieros y salvajes. Se sintió agradablemente sorprendida.
El taxi entró en Soho Square, aminoró la marcha, se detuvo. Habían llegado. Walter dejó caer sus manos y se separó de ella. Lucy abrió los ojos y le miró.
-¿Qué hay? -preguntó en son de reto, por la segunda vez aquella noche. Hubo un momento de silencio.
-Lucy -dijo él-, vayamos a otra parte. No aquí, no a este terrible lugar. A cualquier parte donde podamos estar solos -su voz temblaba, sus ojos imploraban. La fiereza había desaparecido de su deseo; de nuevo se había hecho perruno, servil-. Digámosle al chofer que siga -suplicó él.
Ella sonrió, meneando la cabeza. ¿Por qué imploraba él y de aquel modo? ¿Por qué era tan servil? ¡El imbécil, el perro bajo el látigo!
-¡Por favor, por favor! -suplicó él.
Pero habría debido ordenarlo. Habría debido, simplemente, dar la orden al conductor, y tomarla nuevamente en sus brazos.
-Imposible -dijo Lucy, y descendió del coche.

martes, 23 de agosto de 2011

Mi papá es un héroe

Ahora que vivo en San Bernardo las cosas cambiaron, para mí. Principalmente, porque volví a trasladarme sólo de dos formas: a pata o en bicicleta. Caminar por el pueblo, tan vacío, saludando paisano a paisano que voy cruzando de vez en cuando me reconforta, pero andar en bicicleta es mucho mejor, con los rulos que se me vuelan de acá para allá y los perros que me persiguen cuando voy por la playa y me quieren morder los pies o las ruedas; las piernas se cansan de una u otra manera, pero qué agotamiento tan lindo el físico cuando el mental está tan descansado que sólo tiene espacio para la aceptación del final de todo, o de nuestra circunstancia humana de pasajeros. Ya lo cantó Germán Daffunchio: no hay que vivir fingiendo, la cosa es al revés, cuando sólo somos pasajeros en este show.

***

Me encontré un perrito, en el muelle. Se me hizo amigo enseguida; es chiquito, no debe tener un año todavía. Era tan fuerte su llamado de cariño que no pude resistirme a acariciarlo y hacerle compañía un rato. Lo voy a visitar seguido, a partir de ahora. Siempre con comida por supuesto, así le arranco un poco de alegría; a diferencia del resto de los muchos perros que andan por ahí, él es muy flaquito y, tal vez, necesite ayuda para conseguir alimento.

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No tardé en hacer un amigo: el mozo del lugar al que voy siempre a comer. Me trae el diario, me pone fútbol en la tele, me da doble ración de las empanadas de entrada de gentileza y, también, me invita el cortado del final. Y, apenas me ve llegar, saca una Quilmes de la heladera. Sabe que soy un borracho sin remedio.

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No sólo volví a patear y a andar en bicicleta; también regresé a un hábito fundamental: jugar a los videojuegos. Aunque ahora están distintos; la mayoría son de bailar como chino con descarga eléctrica encima, de tirar tiros con ametralladoras que son casi reales, de patear penales, de jugar a la Play Station y de no sé qué cosa más. Quisiera probar el de bailar, pero me da verguenza; siempre está lleno de chicos y chicas que bailan mejor que John Travolta y de hacer el ridículo ya estoy un poco cansado. Me gustaría tener una de esas máquinas en casa, practicar día y noche y después ir y demostrar cómo se hace.

De cualquier forma, lo bueno es que atrás de todo, escondidos, sucios, aún encendidos por inercia acaso o como gentes en coma, están los viejos y queridos videojuegos tal como los conocí; el Mortal Kombat, el Virtual Soccer, el Wonderboy, el Tetris y el Street Fighter. De inmediato, compré fichas e hice lo que solía: un mundial con Colombia en el Virtual Soccer 2. Y, ficha más ficha menos, terminé ganando incluso al Sega Team en la finalísima. Valderrama, Asprilla, Valencia, Serna, estaban todos los héroes de mi equipo tal como los dejé hace años.

A la salida, me paré a ver cómo una chica jugaba con su mamá a una máquina especial: la que está repleta de ositos de peluche, de los más hermosos del mundo, y hay que sacarlos con una garra de metal que se mueve según se le ordena con una palanca que está por encima de ellos; se aprieta un botón, una vez decidido dónde se quiere que agarre, y la garra baja, se cierra y sube hasta el jugador con aire o con un osito. La chica probó con varias fichas; lo más cerca que estuvo fue cuando logró atrapar un caballito pero no llegó hasta ella, ya que no fue sujetada por la garra con la precisión necesaria y se cayó al mar de ositos.

Acá tendría que estar mi papá, pensé. Y es que recordé aquella tarde, hace muchos pero muchos años, en la que estábamos en los videojuegos y le pedimos un osito de peluche de la máquina. Mi papá, después de ver cómo todos intentaban pero no lo lograban, puso la ficha, apuntó, apretó el botón y ¡agarró un osito! No lo podíamos creer. Le pedimos otro; volvió a sacar uno. Y le pedimos otro, y otra vez atrapó uno. Y así y así durante largo rato. Todos dejaron sus juegos y se acercaron para ver al genio de la máquina de ositos. Estaba sacando tantos que la cajera nos dio una bolsa para empezar a guardarlos; era una de consorcio, la única que tenía. Todavía nos recuerdo hoy, a mis hermanos y a mí, incrédulos contemplando la bolsa de basura más linda de todas, rellena de casi veinte ositos de peluche de los más hermosos del mundo. Todavía nos recuerdo hoy, a mis hermanos y a mí, felices de festejar algo que todos deberían poder sentir: mi papá es un héroe.

jueves, 9 de junio de 2011

Mi mejor amiga, mi hermana

Virginia es una chica que da gusto conocer, porque te recuerda que a pesar de lo que parece todavía quedan personas como ella: rollingas, de pura cepa, con el flequillo inamovible, las topper de lona, los jeans celestes y una lengua stone en la campera, en la mochila o en donde sea. Y siempre, pero siempre, hablando del Indio Solari; Virginia puede estar tres horas sin cesar hablando de aquel recital en Salta y sus treinta y ocho horas de viaje con todo el viento que entraba por los miles de agujeros de ese micro más viejo que la injusticia; puede justificar de una y mil maneras, a veces con más expresiones que palabras, por qué el Indio es el más grande de toda la historia, y mientras lo hace los cachetes se le ponen rojos y los ojos le brillan y se agita y le falta la respiración; puede quedarse hasta las seis de la mañana escuchando Los Redondos y tomando cerveza. Tiene mucho aguante. A ella no le gusta la tecnología; en realidad no es el típico caso de renegado que se hace el diferente porque no usa celular ni Internet, sino que simplemente no le interesa. Y tampoco la entiende. A Virginia le alcanza con una esquina, un casete del Indio y una birra. Y su mejor amigo. Virginia siempre está hablando de su mejor amigo, y cuando la escucho nombrarlo no puedo evitar sonreírme porque ella ya está grande pero así y todo todavía tiene un mejor amigo. Ezequiel se llama; una vez le pregunté, curioso. Me lo imagino un buen pibe. Virginia es amiga de mi mujer. Mi mujer tiene la suerte de tener una amiga así.

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Cuando iba a la escuela me interesaba mucho por la cuestión de tener un mejor amigo. Yo quería ser el mejor amigo de un chico que era el mejor jugador de fútbol y del que gustaban todas las chicas del aula. Y lo había logrado, aunque debía compartirlo con otro amigo. Éramos sus dos mejores amigos, nos había prometido que en igualdad de importancia. Había un chico que quería que yo fuera su mejor amigo; él siempre se traía una latita de Pepsi de la casa para tomar en los recreos y era la envidia de todos, porque en el kiosco de la escuela sólo vendían Coca y por supuesto todos queríamos tomar de eso diferente. Él aprovechaba su tesoro y me dejaba el cuarto final de su latita, todos los días, a cambio de que yo le dijera que era mi mejor amigo. Yo tuve un mejor amigo de verdad más de grande; pasábamos todos los días juntos, cada vez que quedábamos libres de nuestras cosas. Sin embargo, repentinamente, comenzó a alejarse de mí sin darme ninguna explicación, lenta pero inevitablemente se apartaba; yo me daba cuenta pero ante mis preguntas él me evadía y me hacía creer que no era así. Finalmente, hoy hace años ya que no cruzamos ni siquiera una palabra por teléfono. Su voz y su risa son un recuerdo que trato de no olvidar, porque a pesar que dejó por siempre una herida abierta en mi corazón con su alejamiento sin explicaciones nunca dejé de quererlo.

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Hace ya dos años que sabía que de un momento a otro Chiqui se moriría. Chiqui, la perra que desde hace trece años me acompaña, con sus cincuenta kilos y su manto negro de ovejera alemán, sus ojos húmedos y su lengua besuqueira, sus ladridos intimidantes ante cualquiera que osara acercárseme sin intenciones claras. Me lo indicaba su constante cansancio, su falta de ganas de tomar y comer, sus caídas, su adelgazamiento, su expresión de dolor. Y el tiempo, porque trece años para un perro tan grande, con un pasado de callejero, son una carga que termina por vencer. En los últimos días, era desgarrador verla tirada sin mover ni un músculo; a lo sumo se arrastraba un poco, como para comprobar si aún continuaba con vida. Era desgarrador pasar cada momento sintiendo que eran las últimas charlas, las últimas caricias. Me persigue el recuerdo de sus últimos quejidos, de sus últimas palpitaciones. Me agobia la tristeza de saber que jamás volveré a caminar junto a ella por el barrio, asustando a perros, gatos y vecinos. Haciéndoles saber que conmigo, cuando voy con Chiqui al lado, no se jode. Me destruye la certeza de que nunca podré volver a recostarme a su lado y acariciar sus pelos y ver cómo me hace sentir que ese momento es el más feliz de todos para ella. Chiqui fue mi mejor amiga, mi hermana. Fue tan solo una perra, que por supuesto no hablaba, no me daba consejos. Tan sólo comía y quería jugar, y quería estar conmigo todo el tiempo. La extraño tanto, a tan pocos días de no tenerla más a mi lado. Y no puedo dejar de llorarla. Jamás podré. Te amo, Chiqui. Estas lágrimas por tu ausencia lo demuestran. Ojalá me visites en mis sueños. Te voy a estar esperando.