martes, 4 de octubre de 2011

Inexplicable

Hay muchas cosas que nunca comprendí, todas ellas por ignorancia. Y, también, por una necia y tenaz preferencia por lo fantasioso, infantil como explicación de las mismas. Hablo de por qué un pájaro vuela; de todo lo que vuele, en realidad, un ave y un helicóptero. También me refiero a las conversaciones telefónicas y a las bondades de la nafta que hacen que un automóvil se traslade a cientos de kilómetros. Tanta es mi ignorancia y mi gusto por la idiota imaginación que donde hay razones naturales y trabajos del hombre, pongo una fuerza que descansa en el centro del mundo y administra todas las energías que existen como mago con billones de varitas, empujando al pájaro para que vuele y dándole al cielo la densidad precisa para soportar un avión; llevando de un lado a otro del cable lo que una persona le dice a otra por teléfono y soplando la nafta para darle la bendición mágica que necesita para hacer que los autos vivan. Pienso que me divertiría mucho conversando con nenes, pidiéndoles explicaciones sobre todas esas cosas que sorprenden a las personas cuando niños. Debería tener un amigo pequeño, para que me enseñe, para que me recuerde lo bello que es el asombro, la inocencia, la fantasía, la explicación maravillosa.

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Recuerdo, aunque fue hace más de diez años, cuando te conocí. Algo, no sé qué, vibró fuerte muy fuerte dentro de mí; como un despertador, o como un detector de metales preciosos, de esos que usan algunos tipos para encontrar objetos de valor perdidos en las orillas de las playas. Sí, eso fue: el detector del amor que llevo metido en la zona del pecho se alborotó para advertirme que eras la cosa más perfecta y bella que conocí y podría conocer, así recorriera todos los países con sus ciudades más populares y sus sitios menos habitados. Tus cabellos negros largos y desprolijamente lacios, enmarcando tu rostro de ángel, blanco, rosado, tierno, con tus dientes preciosos y tu boca rosa y roja, con una lengua privada, reservada para un príncipe de cuentos que no existe sino en libros. Y tu ropa sencilla sobre tu cuerpo de tesoro, tan sutilmente diseñado por el maestro que modela las personas, una divinidad que no escatimó en generosidad para determinar tus atributos de arriba y de abajo, de izquierda y de derecha, y hasta del medio. Fue verte por primera vez y creer en el amor a primera vista y saber que de ese momento en adelante sólo tenía una razón para vivir: besarte.

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No comprendo un montón de cosas; ya lo confesé, soy un completo ignorante que apenas si sabe cuál es su nombre. Después de haberte conocido, sumé algo más a la lista de cuestiones que no entiendo. Un suceso que, increíblemente, sólo yo debo preguntarme porque el resto, aunque tampoco lo entienda, no se lo consulte porque así como yo soy una ignominia para el saber todos son unos dormidos, que en vez de pensar en cosas como estas andan preocupados con el trabajo, la facultad y el partido del fin de semana. La cosa, en resumen, es que me pregunto a diario cómo es posible que una mujer dueña de tanta pero tanta belleza como vos, que sin dudas fue la que inspiró a Borges a escribir alguna vez que hay una multitud de hermosura en una hembra, cómo es posible que no estés sentada en el trono de la reina del mundo. Y a quien diga que hay otros valores, mejores, que harían de otra mujer la indicada, yo les protesto. ¿Qué valor? ¿La decencia? Dolina, no yo, lo dejó muy en claro: no hay nada más decente que la belleza. Y vos, preciosa, tenés toda, todísima la decencia del mundo. Y no comprendo por qué no abriste todavía la puerta del castillo con una patada y te sentaste en el trono que el destino erigió para vos. No tengas más temor, ni inseguridad; el mundo es tuyo. Y si no me creés, mirate al espejo y sonreí.