miércoles, 27 de noviembre de 2013

La abuela preocupada

Era una mañana más, como todas las otras de la semana laborable. Esperaba el colectivo, escondiendo mi sueño y mi resignación a la jornada detrás de los anteojos de sol. De repente, desde atrás, alguien me tocó la espalda; era una abuela, con su pareja a un costado.

–Se te va a caer la botellita… –me dijo, refiriéndose al agua que llevaba en uno de los bolsillos exteriores de la mochila. En efecto, más de una vez se me fue al piso.

–Está sujetada y la estoy mirando –respondí, con una sonrisa de agradecimiento por su preocupación.

–¿Y por qué no la guardás adentro de la mochila?

–Es que está fría, y me mojaría las carpetas y el libro.

–Ah… –aceptó frustrada–. Pero se te va a caer…

–No sería la primera vez –acepté y me di vuelta, tratando de cerrar la conversación.

De alguna forma, lo admito, las preocupaciones de los viejos ponen a prueba mi paciencia, aunque sea consciente de que detrás de ellas puede haber las mejores intenciones. Sin embargo, a veces, pienso que más que solidaridad hay una rabia de imponer una verdad, una razón.

Mientras consideraba la crueldad de mi sentir, tratando de alejarme de la anciana porque me molestó su comentario e insistencia, advertí que su marido la tironeó hacia la calle con la mayor velocidad posible que era la equivalente a una tortuga. Ni siquiera llegaron a levantar la mano para detener al colectivo que aguardaban; miré la cara triste de la abuela y pensé que, a veces, por distraerse con otros uno puede complicarse a sí mismo. Y, encima, en vano.

martes, 27 de agosto de 2013

Como los bueyes

Fue un sábado, o domingo al mediodía, en el shopping de Liniers. A veces, con mi mujer, elegimos comer en McDonald´s o en Burger King; quisiera ser un tipo que se alimenta sanamente, con vegetales, frutas y agua mineral, pero soy todo lo opuesto. Y si mi hígado y mi estómago lo permitiesen, mi dieta consistiría en asado, cerveza y budín de pan mixto a diario.

El patio de comida era un hormiguero y conseguir una mesa, aunque sea para dos, era una misión complicada; había una señora, con bandeja repleta en mano, que recorría acá y allá buscando dónde ubicarse. No obstante, nosotros tuvimos suerte y encontramos lugar, y pudimos arruinar nuestro organismo con la chatarra del rey de la hamburguesa y sus papas fritas y gaseosas y aderezos.

Una vez terminado el almuerzo, mi vista volvió a cruzarse con aquella mujer que caminaba alrededor de todo el lugar mirando adónde sentarse; sentí mucha pena de ella y su comida ya fría, y le hice un ademán para que viniese a nuestra mesa. Cuando se acercó, nos agradeció pero nos dijo: “No estoy buscando dónde ponerme, sino a mi mamá que se me perdió”.

Yo me reí, pensando que era una situación graciosa. Sin embargo, ella me hizo entender que no había nada de chistoso: “Está grande, y suele desorientarse. Estoy preocupada, la comida ya se arruinó”. Y continuó dando vueltas, avizorando adónde podría estar su madre.

Con mi mujer hicimos lo propio, a pesar de no saber cómo era la mujer a la que buscábamos. Y no tardamos ni cinco minutos en ver a una señora mayor sola, sentada en una mesa vacía de comida, mirando al piso con resignación. Enseguida, nos miramos y coincidimos en un comentario sin hablar: “Es ella”. Era parecida, tenía las mismas facciones y la misma mirada tierna. Nos acercamos y le pregunté: “¿Usted vino a comer con su hija?”. Ella respondió que sí, y la acompañamos hacia su encuentro.

La mujer revivió al verla llegar y nos agradeció una y otra vez. Yo también me sentí feliz: la comida, entre madre e hija, costumbre de todos los tiempos, no se había arruinado. Al contrario, había sumado una divertida anécdota sobre la que reír.