miércoles, 22 de diciembre de 2010

Consejos

Mire a su perro a los ojos, fijamente. Preste atención a esa composición misteriosa que tienen esos círculos de color negro, blanco, marrón. Brillosos, húmedos y peludos. Observe con detenimiento esa mueca sincera, ese interior honesto, ese contenido puro que enseñan. Ahora fíjese en los dientes, blancos, filosos; note la relación perfecta, armoniosa que lleva con la lengua. Advierta el largo de esa carne roja y ahogada en saliva, que se desborda inevitablemente de sus fauces y denuncia escandalosamente agitaciones, ansiedades, sedes. Mire esos bigotes, con esas canas firmes. Preste ojos a esas orejas de oso de peluche, grandes y efectivas como si fuesen de un héroe de fantasía. Observe esa nariz dura, con su puntita de textura increíble, con esos dos agujeritos que purifican aire e hinchan y deshinchan pulmones. Levante la mano y --si usted es bueno como perro-- él no temerá sino que esperará con sumisión que, luego, la baje sobre su nariz, sus orejas o sus pulmones y lo acaricie suave y largamente. Huela el olor de su perro. Al igual que los bebés y los abuelos, los perros tienen su olor. Al igual que los bebés y los abuelos, los perros son inocentes. Si usted es bueno como perro, olerá un perfume para el recuerdo. Juegue un poco con su perro, molestándolo: agárrele una pata, agárrele la cola. Un rato y después la suelta, un rato y después la suelta. Dele de tomar agua, dele de comer carne. Llévelo a la plaza. Hágalo correr junto a usted, hágalo caminar junto a usted. Siéntese en algún banco e invítelo a él a tomar asiento también. Preséntele algún perro que ande por ahí. Quédese en silencio, como él, y piense un rato en algo que nadie sabe qué es, como lo que hay en las mientes de su perro. Tírese un rato a su lado, cuando él está descansando. Acarícielo, sobre el lomo. Háblele de sus cosas. Dígale lo mucho que lo quiere. Y alguna noche de borrachera, cuando las leyes se trasgredan y la razón baje armas, acuéstese en su cama y llame a su perro; él acudirá de inmediato y esperará conocer el motivo de la convocatoria. Palmee el colchón un par de veces; su perro saltará feliz y --aún durmiendo como usted-- velerá su sueño como el mejor guardián que jamás haya tenido. Como su mejor amigo que es.



lunes, 13 de diciembre de 2010

La belleza de los puercos queridos

Esa tarde sucedió algo extraño en la rutina del hogar: llegué a casa antes que mi mujer. Entusiasmado, decidí sorprenderla recibiéndola con la cena lista. Con amor, como se debe cocinar, preparé la ensalada como sé que le gusta: pelé dos zanahorias, las corté en rodajas y las herví. También herví dos huevos. Lavé un tomate redondo grande y, lentamente, lo fui dividiendo. Del día anterior, en la heladera, quedaban lentejas que serían el último ingrediente. El plato principal sería filet de merluza, con limón: prendí el horno, puse una asadera con aceite y a cocinarlo. Cuando mi mujer llegó, efectivamente, logré sorprenderla no sólo con mi presencia sino además con el olor a comida lista. Nada como llegar a casa, después de toda la maldita jornada, y que alguien que te quiere te reciba con la comida lista. Como una madre. A veces no nos damos cuenta de lo poco que le agradecimos a nuestras mamás eso, creo. En mi caso en particular seguro: nunca le di las suficientes gracias a mi vieja por recibirme durante tantos años, cada mediodía que llegaba de la escuela, con el morfi preparado. Y la mesa puesta. Y encima uno que, cual Homero, se comía todo a toda velocidad en dos segundos. Tanto trabajo, tanto amor en la preparación para que un animal lo devore en un instante. Sin respirar, sin degustar. Y mirando la televisión. ¿Hay más amor que en aquellos que dan sin esperar, pero de verdad, recibir? Lo hacen porque quieren. Esa noche mi mujer deglutió el filet y la ensalada, y hasta tal vez eructó. Yo, feliz, la observaba con ojos amantes alimentarse.

***

Recuerdo que mi papá solía no almorzar en el trabajo. Lo sigue haciendo, de hecho. Llegaba a casa por las noches fundido, y muerto de hambre. A la hora de la cena, mi mamá repetía toda la labor del mediodía pero para un comensal más. Como un chancho sin haber probado bocado en días, mi viejo se atragantaba con aquellos platos que no le duraban más que segundos. Solía insertarse trozos de comida más grades que el tamaño de su boca, llenarse de restos de aceite y salsa los labios, ahogarse con vino y disparar diferentes y desagradables ruidos de sus fauces. Mi vieja, furiosa, protestaba a los gritos que se comportara como un ser humano civilizado para comer y él, temeroso, pedía perdón y trataba de manejar sin éxito con más cuidado su apetito voraz. En ese entonces, yo estaba a favor de mi mamá: ¿cómo puede ser, viejo, que te comportes de esa manera?, pensaba.

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Recurrentemente, arribo a casa después del trabajo agotado. Con el peso de un día desperdiciado y la resaca de un viaje de martirio, con la cruz de un día más sin ser y haber "donado sangre al antojo de un patrón por un mísero sueldo", como cantó Claudio O´Connor en Hermética según escribió Ricardo Iorio. Entonces, la comida a veces me dura lo que un suspiro porque llego hambriento como perro. Lo mismo le sucede a mi mujer y a mi hermano. Lo mismo le pasaba, y le pasa, a mi papá. Hoy, que lo advierto, me cambio de bando y estoy a favor de mi viejo, cuando hace años mi vieja le pedía cordura y buenos modales a la hora de la cena. Y, es más, preparo una llamada telefónica: voy a invitar a comer a mi papá a casa mañana. Voy a preparar algo bien rico. O no: simplemente un bife con ensalada, como esos con los que se atragantaba otrora. Vino tinto barato y soda de sifón. Y un poco de pan. Y le voy a pedir que coma como chancho, que se ensucie hasta los cachetes de sangre de carne y aceite y vinagre de ensalada. Que sea ruidoso como puerco. Que me hable con la boca llena. Que se meta carne, ensalada, pan y mayonesa y vino y soda en la boca al mismo tiempo. Y lo voy a mirar, con amor, alimentarse. Bien ganado lo tenés, papá. Buen provecho.