domingo, 11 de septiembre de 2011

De todos los tiempos

En "Contrapunto", la novela que Aldous Huxley publicó hacia 1928, se retrata con la maestría propia del autor diversas situaciones que enseñan a los componentes de la sociedad occidental de aquella época. Aunque, en algunos casos, los sucesos no son exclusivos de la primera parte del siglo pasado sino de todos los tiempos; es el caso, por ejemplo, del siguiente pasaje: Walter Bidlake se sube a un taxi con Lucy Tantamount, salen de una fiesta y van hacia otra; él, en verdad, quiere llevarla a otro lugar, donde puedan tener intimidad. Ella es una femme fatale; él, periodista y escritor, intenta engañar a su esposa con ella, la dueña de todas sus fantasías.

-¿Qué hay? -dijo Lucy, cuando Walter se sentó a su lado en el coche. Parecía lanzar una especie de desafío-. ¿Qué hay?
El coche arrancó. Walter le cogió la mano y la alzó a sus labios. Era la respuesta al desafío.
-Lucy, yo la quiero. Eso es todo.
-¿Me quiere usted, Walter? -Se volvió hacia él y, cogiendo su cara entre sus dos manos, lo miró intensamente, en la semioscuridad-. ¿Me quiere usted? -repitió, y al hablar meneó lentamente la cabeza y sonrió. Luego, inclinándose hacia adelante, le besó en la boca. Walter la rodeó con el brazo; pero ella se desprendió-. No, no -protestó, y se echó de nuevo hacia su rincón-. No.
Walter obedeció, separándose de ella. Se hizo un silencio. Lucy llevaba perfume de gardenias; cálido y dulce, el símbolo perfumado de su ser lo envolvió. "Debí insistir -pensó él-. Brutalmente. Debí besarla otra y otra vez. Forzarla a que me amase. ¿Por qué no lo he hecho? ¿Por qué?" Walter no lo sabía. Ni por qué lo había besado ella, salvo que fuese sólo para provocarle, para hacer que la deseara más violentamente, para hacerlo más rendidamente su esclavo. Ni por qué, sabiendo esto, la amaba todavía. "¿Por qué? ¿Por qué?", continuó repitiéndose. Y, como un eco sonoro de sus pensamientos, Lucy habló de pronto.
-¿Por qué me ama usted? -preguntó desde su rincón.
Walter abrió los ojos (...).
-Eso es lo que yo acaba de preguntarme -respondió-. Y me decía que mejor me hubiera sido no hacerlo (...).
Walter le gustaba. Había algo en él muy lindo. Además era inteligente, sabía ser un compañero agradable. Y por fastidiosa que fuese, su enfermedad amorosa lo hacía al menos muy fiel (...). Walter le servía con una fidelidad perruna. Pero ¿por qué tenía a veces aquel aire de perro bajo el látigo. Tan servil. ¡Qué imbécil! Lucy se sintió súbitamente irritada por su servilismo.
-Walter, Walter -dijo en son de burla, poniendo su mano sobre la de él-. ¿Por qué no me habla usted? 
Él no respondió.
-¿O es que hay que callarse? -Los dedos de Lucy rozaron eléctricamente el dorso de su mano y se cerraron en torno a su muñeca.- ¿Dónde está su pulso? -preguntó al cabo de un momento-. No lo encuentro -y buscó sobre la piel suave las pulsaciones de la arteria. Walter sintió el contacto de las yemas de sus dedos, ligeros, temblorosos y un tanto fríos, contra su muñeca-. Me atrevería a afirmar que no tiene usted pulso -dijo ella-. Me parece que tiene usted la sangre estancada. -El tono de su voz era despectivo. "¡Qué imbécil!", pensaba Lucy. "¡Qué imbécil y qué abyecto!" -Justamente estancada -repitió, y de golpe, con súbita malignidad, le clavó en la carne sus fuertes uñas aguzadas a la lima. Walter dio un grito de sorpresa y de dolor-. Usted se lo ha merecido -dijo ella, y se echó a reír en su cara.
Walter la asió por los hombros y comenzó a besarla frenéticamente. La cólera había exacerbado su deseo; sus besos eran una venganza. Lucy cerró los ojos y se abandonó muellemente, sin resistencia. Un hormigueo de placer anticipado cundió a través de su piel con una especia de aleteo pánico, como el de las alevillas. Y de pronto, dedos aguzados parecieron tocar, pizzicato, las cuerdas de sus nervios; Walter sentía todo su cuerpo conmovido involuntariamente entre sus brazos, conmovido como si hubiera sido lastimado de pronto. Mientras la besaba se halló ante la interrogación de si ella habría esperado que reaccionara de aquel modo a su provocación, de si lo habría deseado. Walter cogió su frágil cuello entre sus manos. Sus pulgares estaban sobre la tráquea. Oprimió suavemente.
-Un día -dijo él con sus dientes cerrados- la voy a estrangular.
Lucy no hizo más que reír. Walter se inclinó y besó su boca riente. El roce de sus labios sobre los de ella hizo cundir por todo el cuerpo de Lucy una sensación fina, aguda, que era casi dolor intolerable. Las alas de la avelilla en pánico se agitaron sobre todo su cuerpo. Lucy no había esperado de Walter aquellos ardores tan fieros y salvajes. Se sintió agradablemente sorprendida.
El taxi entró en Soho Square, aminoró la marcha, se detuvo. Habían llegado. Walter dejó caer sus manos y se separó de ella. Lucy abrió los ojos y le miró.
-¿Qué hay? -preguntó en son de reto, por la segunda vez aquella noche. Hubo un momento de silencio.
-Lucy -dijo él-, vayamos a otra parte. No aquí, no a este terrible lugar. A cualquier parte donde podamos estar solos -su voz temblaba, sus ojos imploraban. La fiereza había desaparecido de su deseo; de nuevo se había hecho perruno, servil-. Digámosle al chofer que siga -suplicó él.
Ella sonrió, meneando la cabeza. ¿Por qué imploraba él y de aquel modo? ¿Por qué era tan servil? ¡El imbécil, el perro bajo el látigo!
-¡Por favor, por favor! -suplicó él.
Pero habría debido ordenarlo. Habría debido, simplemente, dar la orden al conductor, y tomarla nuevamente en sus brazos.
-Imposible -dijo Lucy, y descendió del coche.