miércoles, 24 de noviembre de 2010

Elogio de la rateada general

Voy a hablar mal de una profesora, de cuya hija hablé bien no hace mucho tiempo. Lo que me molesta de ella son sus clases, es decir que podría decirse que todo: llega, saluda, toma asiento, pregunta si estamos listos para empezar, agarra su cuaderno guía y comienza el dictado. Un dictado que dura ni más ni menos que toda la clase y cuyo contenido es exactamente el mismo, pero resumido, que está en los apuntes que conforman la bibliografía de la materia. Jamás ella podrá explicar algo con sus palabras, saliéndose del libreto; siempre versa sobre lo que tiene escrito en su anotador, sin salirse de ese mandato lineal, empleando inevitablemente todos los usos y términos y ejemplificaciones grabados a fuego en su rutina. Hace muchos años que es profesora, y no actualizó nunca ese anotador: todas sus clases, año tras año, siguieron sus líneas. Y sus alumnos, año tras año, pasan las horas simplemente combatiendo al sueño y preguntándose cómo es posible que una profesional de la enseñanza consiguiera el trabajo para el que se preparó y lo use sólo para dictar y dictar y dictar. A veces parece que hasta a ella misma le aburre su estilo; de vez en cuando se le escapa un bostezo o baja a tomar un café; siempre está mirando el reloj y termina con sus martirios varios minutos antes de lo que corresponde. Y, también, suele faltar bastante aunque esta es una costumbre que se agradece.

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Hacia mediados de año, la opinión pública tuvo como tema la rateada general, que comenzó en Mendoza con tres mil alumnos faltando a clase el 30 de abril. A través de Internet, esos miles de estudiantes de nivel secundario organizaron un faltazo sin antecedentes, que tuvo como destino la Plaza Independencia. Rápidamente, la idea consiguió propagarse a Córdoba, Santiago del Estero y La Rioja; también a Uruguay y, el punto más alto, a nivel nacional el 26 de mayo. Por supuesto, la opinión pública en su abrumadora mayoría condenó duramente la rateada y pidió mando dura para con estos pibes que hacen lo que se les antoja y no respetan nada ni nadie; ni a las instituciones ni a los directivos ni a los profesores ni a sus padres.



En ese entonces, en que el tema era la rateada general, la profesora que provoca más sueño que un Rivotril y que dicta más que enseña, extrañamente dejó de lado la rutina de clase y puso sobre la mesa la problemática sobre la que conversaba la sociedad. Y, de la mano con la opinión mayoritaria, expuso que era una barbaridad que todos los estudiantes del país faltaran a clases porque sí el mismo día y que nada ni nadie pudiera impedirlo; exigió sanciones de parte de directivos y retos de parte de padres. Dijo explícitamente que de un tiempo hasta nuestros días se perdió una medida sana de mano dura y, así, todo es un viva la pepa. Contó que cuando ella era chica a su papá lo trataba de usted y que si llegaba a organizarse con sus compañeras en la cara de su padre y de todos para ratearse se daba por muerta. Los alumnos, mientras escuchaban, le daban la razón y agregaban que además esto que se había generado no era ratearse porque el espíritu de esa picardía era hacerlo a escondidas de las voces de mando y no abiertamente, desafiando, burlando, provocando. Pero a mí me hacía ruido en las mientes tanto discurso de acuerdo con Eduardo Feinmann y Fernando Niembro; sentía simpatía con los adolescentes y su rateada masiva, porque me divertía mucho ver cuánta impotencia le generaba a las autoridades no poder hacer nada. Sin embargo, entonces no pude descubrir por qué simpatizaba con los estudiantes y tan sólo tomé la palabra en la clase para decirle a la profesora que yo no estaría tan seguro de condenar duramente a los alumnos por lo que sucedía y esgrimí alguna argumentación poco elaborada. Me ocurre muy seguido que las mejores respuestas caen a mí uno o dos días después, cuando sólo sirven para lamentarse por no haberlas pensado cuando las necesitaba.



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Ayer venía caminando hacia el colectivo, para irme a casa después del trabajo. Había sido un día difícil: mis superiores habían jugado varias veces su carta de poder para hacerme agachar la cabeza. Y, en esas ocasiones, la impotencia me carcome las tripas y quiero sangre, pero después me calmo. Al menos por ahora. De repente me acordé de las buenas ideas que tiene Flake, no sé por qué, pero así como así recordé cuando me contó de una historia que imaginó de un tipo que iba a un supermercado y agarraba las cosas que veía en los afiches de las calles y se las llevaba sin pagar no por hurto sino porque quería ser feliz y los afiches decían que eso era la felicidad y que era un regalo. Me acordé, antes de eso, en algo que tiene que ver con el asunto: él siempre me decía qué ocurriría si un día los empleados deciden no ir a trabajar. Todos los empleados del país, de todos los negocios. Porque sí. No por reclamar más sueldo, más vacaciones, mejor trato o lo que fuera. Porque sí. ¿Qué pasaría? Flake estaba poniendo sobre la mesa la cuestión: el que no tiene el poder, no se da cuenta que uniéndose a sus pares tiene todo el poder. Todo.

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Ahora sé mejor cómo se explica mi simpatía con los estudiantes que se ratearon masivamente: ellos llevaron a la práctica esa idea de Flake que tanto me maravillaba; se pusieron de acuerdo y, al menos por un día, les dijeron a todas las autoridades a las que deben responder que no harían lo que debían. Simplemente porque sí. Y no había ninguna manera de evitarlo. Ellos les dijeron en la cara a sus padres, maestros y directores que no irían a la escuela al día siguiente, que mejor se iban a una plaza; a jugar a las cartas, a la pelota, a la botellita, o a chupar vino y fumar porro. Los alumnos torcieron el brazo de la autoridad con el arma de la unión. Y no hubo ninguna manera de impedírselos; las caras de los más recalcitrantes amantes de la ley y la tradición explotaron de furia y se ahogaron en gritos que clamaban represión a tamaña insubordinación. Pero no pudieron más que eso, que ahogarse en sus impotencia. Los pibes aprendieron y enseñaron que el que no tiene el poder, si se une a sus pares, lo tiene. Ahora sé mejor, también, porque tengo grabado inconscientemente el popular canto que dice que el pueblo unido jamás será vencido.

2 comentarios:

Samuel Cherquis dijo...

Gran post, Kluivert.

A mí en un primer momento, me pareció buenísimo que todos a la vez se ratearan. No sabía bien por qué, pero probablemente fuera porque me sorprendió; era algo inesperado. Primero que alguien tuviera la idea, después que atrajera a los demás y que, finalmente, tantos pasaran a la acción. Y claro, esto no es lo mismo que juntarse en el planetario a pegarse con almohadas, ya que hay un dilema moral involucrado.

Me dejó de gustar cuando lo empezaron a copiar a partir de verlo en la tele. Ahí perdió espontaneidad.

Muchas veces pensé en cómo funciona eso de la acción grupal. Aunque nunca pensé en esa gran idea de Flake, hasta que lo escuché a él mismo contarla.

Flake dijo...

Gracias por apoyar mis ideas, me emocionan.

A ver cuando hacemos un cena de directorio(?)... que no se corte (?)