miércoles, 20 de octubre de 2010

Recuerdos del barrio

Por fortuna pasé mi infancia en un barrio, un barrio hecho y derecho: Mataderos. Ahí, en Corvalán y Monte, frente a una química interminable que inundaba el ambiente de la peor inmundicia y ocupaba manzanas y manzanas. Lo mejor que tenía la química era que su vereda y sus paredes estaban siempre libres para el fútbol: con mis amigos del barrio usábamos las veredas como cancha para armar partidos sin fin; las paredes las usábamos para dibujar arcos sobre ellas, cuando éramos pocos, y jugar al veinticinco o al uno contra uno o a patear tiros libres.

Mi casa, en realidad la casa de mis viejos, en realidad la casa de mi abuela, era inmensa y vieja como el país: la fachada estaba sin terminar y tenía un fondo gigante, al que tenía miedo de ir a veces porque además de abejas, cucarachas y gatos negros había sombras y espíritus que vi o inventé. También me daba miedo el altillo, sobre todo después que murió mi abuelo porque tenía la sensación de que él rondaba por ahí, escondido, vigilante. El altillo era un lugar de cuento: todo de madera, con cuevas en las que se guardaba todo lo que no se usaba, mínimas ventanas y, el motivo por el que iba a él, la computadora. Una computadora del año de Colón, que no me acuerdo si traía algún juego. Había una radio también. Tenía una obsesión con las radios de chico; en una Navidad, mi papá me regaló una chiquita y hermosa a la que dormí abrazado durante años. Había venido envuelta en uno de esos plásticos repletos de burbujas de aire, de esos que cuando los apretás te sentís menos nervioso. También tenía una obsesión con esas cosas y la sigo teniendo.

Una vez descubrimos que así como estábamos los chicos de Corvalán y Monte estaban los chicos de Gregorio de Laferrere y Monte. Es decir los chicos de la otra cuadra; serían, como en Lost, los otros. Los veíamos raros, como extranjeros, con sus nombres distintos y sus costumbres extrañas. Nos animamos a hacer desafíos que, vaya a saber por qué, como clásicos, se jugaban muy de vez en cuando así que tenían todo el sabor de finales. Cuando jugábamos de visitante, es decir a una cuadra de donde siempre, era como ir a jugar por la Libertadores al Maracaná. No me acuerdo si perdíamos, empatábamos o ganábamos; sólo recuerdo esa sensación de estar jugando por algo más sagrado que el triunfo, algo parecido a la vida. Con el correr de los años, al menos mi hermano y yo, terminamos siendo tan amigos de algunos chicos de la otra cuadra como de los de nuestra cuadra.

La vida en el barrio de chico era básicamente jugar con mis amigos. Llegar de la escuela, comer rápido y salir a la calle. Volver a casa para tomar la leche y salir a la calle otra vez. Volver a casa para cenar con papá y mirar la calle por la ventana, imaginando cómo serían los partidos de mañana. O por ahí las escondidas, si las chicas decidían jugar con nosotros. A veces jugábamos con las chicas del barrio; en esas circunstancias, los chicos, como animales, éramos más competidores que amigos porque todos queríamos conquistar a todas. Ninguno estaba enamorado de ninguna, o sí, pero a todos más o menos nos daba lo mismo quedarnos con cualquiera. Mi hermano se ganó a la mejor: una paquita de Xuxa, que le propuso matrimonio y que fue concretado con unos anillos de Batman. Mi hermano, un campeón, tendrían que conocerlo todos, como a mi barrio.

Tenía sus personajes entrañables, por esto o por aquello, Mataderos entonces. Estaba el judío que cuidaba su auto celeste y antiguo como si fuese su propio cuerpo. Y si le llegabas a poner un pelotazo al auto era mejor exiliarse. Estaba el tipo que se quería levantar a mi abuela, una vez que enviudó, y que tenía la casa repleta de monos. Estaba la hermana de unos amigos que te agarraba la pija y te decía que tenías un maní: a todos les decía lo mismo, así que o todos éramos cortos, o ella tenía un parámetro muy exigente, o tenía ganas de acomplejar niños. Estaba el mecánico tartamudo, el grandote que parecía Bruce Willis, el kiosquero que vendía falopa como chicles, la familia que tenía cara de perro pequinés, el matrimonio que se vivía puteando y golpeando, el amigo que apenas entró en la adolescencia se hizo drogadicto y el vecino al que cargábamos porque vivía haciendo mandados para su mamá.

Un día, mis padres decidieron mudarse. Más bien consiguieron su casa, en otro barrio. Mi nueva vida, sobre una avenida, en otro barrio, lejos de las calles adentro, cambió por completo. Las chicas de Mataderos impulsaron una suerte de despedida, que no esperaba, y nos dieron unas cartas que prometían no olvidarnos y nos deseaban suerte y felicidad y todo eso. Pensaba que iba a volver seguido a jugar con mis amigos, todos los días, pero estaba equivocado. A partir de ese mismo día, Mataderos, el barrio, pasó a ser este recuerdo que es hoy.

2 comentarios:

Walter dijo...

Que bueno la verdad que recuerdo verlos jugar esos partidos ... como disfrutaban de todo eso ... te olvidaste de las tortugas en el fondo jajaja... te cuento que también me hiciste recordar mucho a mi infancia con el tema de los partidos de fútbol los de una esquina contra los de la otra esquina ... como si fuesen dos mundos diferentes ... Te mando un gran abrazo

Chiche dijo...

¡Que lo parió! Ahora que pienso ¿yo me levanté a una paquita de Xuxa? Que buenos recuerdos que tengo de esa etapa de nuestras vidas, éramos tan felices.
Gracias nuevamente por hacerme recordar esta etapa tan grata de mi infancia.