jueves, 9 de junio de 2011

Mi mejor amiga, mi hermana

Virginia es una chica que da gusto conocer, porque te recuerda que a pesar de lo que parece todavía quedan personas como ella: rollingas, de pura cepa, con el flequillo inamovible, las topper de lona, los jeans celestes y una lengua stone en la campera, en la mochila o en donde sea. Y siempre, pero siempre, hablando del Indio Solari; Virginia puede estar tres horas sin cesar hablando de aquel recital en Salta y sus treinta y ocho horas de viaje con todo el viento que entraba por los miles de agujeros de ese micro más viejo que la injusticia; puede justificar de una y mil maneras, a veces con más expresiones que palabras, por qué el Indio es el más grande de toda la historia, y mientras lo hace los cachetes se le ponen rojos y los ojos le brillan y se agita y le falta la respiración; puede quedarse hasta las seis de la mañana escuchando Los Redondos y tomando cerveza. Tiene mucho aguante. A ella no le gusta la tecnología; en realidad no es el típico caso de renegado que se hace el diferente porque no usa celular ni Internet, sino que simplemente no le interesa. Y tampoco la entiende. A Virginia le alcanza con una esquina, un casete del Indio y una birra. Y su mejor amigo. Virginia siempre está hablando de su mejor amigo, y cuando la escucho nombrarlo no puedo evitar sonreírme porque ella ya está grande pero así y todo todavía tiene un mejor amigo. Ezequiel se llama; una vez le pregunté, curioso. Me lo imagino un buen pibe. Virginia es amiga de mi mujer. Mi mujer tiene la suerte de tener una amiga así.

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Cuando iba a la escuela me interesaba mucho por la cuestión de tener un mejor amigo. Yo quería ser el mejor amigo de un chico que era el mejor jugador de fútbol y del que gustaban todas las chicas del aula. Y lo había logrado, aunque debía compartirlo con otro amigo. Éramos sus dos mejores amigos, nos había prometido que en igualdad de importancia. Había un chico que quería que yo fuera su mejor amigo; él siempre se traía una latita de Pepsi de la casa para tomar en los recreos y era la envidia de todos, porque en el kiosco de la escuela sólo vendían Coca y por supuesto todos queríamos tomar de eso diferente. Él aprovechaba su tesoro y me dejaba el cuarto final de su latita, todos los días, a cambio de que yo le dijera que era mi mejor amigo. Yo tuve un mejor amigo de verdad más de grande; pasábamos todos los días juntos, cada vez que quedábamos libres de nuestras cosas. Sin embargo, repentinamente, comenzó a alejarse de mí sin darme ninguna explicación, lenta pero inevitablemente se apartaba; yo me daba cuenta pero ante mis preguntas él me evadía y me hacía creer que no era así. Finalmente, hoy hace años ya que no cruzamos ni siquiera una palabra por teléfono. Su voz y su risa son un recuerdo que trato de no olvidar, porque a pesar que dejó por siempre una herida abierta en mi corazón con su alejamiento sin explicaciones nunca dejé de quererlo.

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Hace ya dos años que sabía que de un momento a otro Chiqui se moriría. Chiqui, la perra que desde hace trece años me acompaña, con sus cincuenta kilos y su manto negro de ovejera alemán, sus ojos húmedos y su lengua besuqueira, sus ladridos intimidantes ante cualquiera que osara acercárseme sin intenciones claras. Me lo indicaba su constante cansancio, su falta de ganas de tomar y comer, sus caídas, su adelgazamiento, su expresión de dolor. Y el tiempo, porque trece años para un perro tan grande, con un pasado de callejero, son una carga que termina por vencer. En los últimos días, era desgarrador verla tirada sin mover ni un músculo; a lo sumo se arrastraba un poco, como para comprobar si aún continuaba con vida. Era desgarrador pasar cada momento sintiendo que eran las últimas charlas, las últimas caricias. Me persigue el recuerdo de sus últimos quejidos, de sus últimas palpitaciones. Me agobia la tristeza de saber que jamás volveré a caminar junto a ella por el barrio, asustando a perros, gatos y vecinos. Haciéndoles saber que conmigo, cuando voy con Chiqui al lado, no se jode. Me destruye la certeza de que nunca podré volver a recostarme a su lado y acariciar sus pelos y ver cómo me hace sentir que ese momento es el más feliz de todos para ella. Chiqui fue mi mejor amiga, mi hermana. Fue tan solo una perra, que por supuesto no hablaba, no me daba consejos. Tan sólo comía y quería jugar, y quería estar conmigo todo el tiempo. La extraño tanto, a tan pocos días de no tenerla más a mi lado. Y no puedo dejar de llorarla. Jamás podré. Te amo, Chiqui. Estas lágrimas por tu ausencia lo demuestran. Ojalá me visites en mis sueños. Te voy a estar esperando.

lunes, 9 de mayo de 2011

Eso era, la simpatía

Quisiera tener la elocuencia de Víctor Hugo Morales, y que mis pensamientos fluyan de mi boca como lo hace el agua cristalina a través de una cascada desconocida, sobre tierra y piedras llenas de soledad, años y magia. Quisiera poder explicar mis pobres razonamientos y sentimientos fácilmente, recurriendo a esta y esa referencia de la literatura, el cine, la política. Quisiera que todo lo mejor que pueda decir surgiera cuando lo necesito, rápida pero ordenadamente; en ese preciso instante en que tengo y quiero decir algo. Pero siempre mi mejor expresión llega tarde, cuando el receptor ya olvidó mi existencia y, por supuesto, nuestra conversación. Quisiera poder explicar, por ejemplo, mi particular gusto por ciertos artistas u obras de arte como lo hizo Thomas Mann cuando escribió su novela "La muerte en Venecia":

"Para que cualquier creación espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y profunda es preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el carácter personal del autor y el carácter general de su generación. Los hombres no saben por qué les satisfacen las obras de arte. No son verdaderamente entendidos y creen descubrir innumerables excelencias en una obra para justificar su admiración por ella, cuando el fundamento íntimo de su aplauso es un sentimiento imponderable que se llama simpatía".

viernes, 25 de marzo de 2011

Historia de una fotografía familiar

Tal vez a la persona más fácil de ayudar es aquella a la que no conocemos, justamente porque no sabemos si merece o no nuestro auxilio; sólo sabemos que lo necesita y se lo damos, acaso en parte para reforzar el buen concepto que tengamos sobre nosotros. O quizás por el bien mismo; el bien por el bien mismo. Como el arte por el arte, pero más noble aún. Tal vez, acaso, quizás; no hay seguridades para ofrecer. A veces alguien no nos pide un favor que necesita de nosotros porque sabe que ya le sacamos la ficha de que no nos parece buena yerba y no queremos tenderle la mano; a veces no le pedimos un favor a alguien porque ese alguien no nos parece buena gente y no queremos que nos tienda la mano; aunque ese alguien sea el único que nos pueda ayudar; aunque sea casi de vida o muerte. Mejor morir de pie que arrodillado, dicen y tienen razón.

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Nos sucede, a los que nos gusta ayudar, encontrarnos con ocasiones que piden auxilio. Y de absolutos extraños. Un ciego o una abuela para cruzar la calle o parar un colectivo, o levantar algo del suelo. Hace poco, miraba hacia el mar cuando ya se había ido el sol, cuando ya hacía frío, cuando ya casi no quedaba nadie. Estaba sentado ahí en ese lugar que usan los bañeros para custodiar las aguas; un poco más arriba veía mejor, y hasta que pensaba mejor. De repente me concentré en la siguiente situación: una numerosa por demás familia quería una fotografía todos juntos; la ocasión pedía un fotógrafo voluntario de por ahí y yo tenía todos los números; entonces, comenzó un debate entre mis ganas de ayudar y mi vergüenza de ofrecer mis servicios ante un grupo de quince personas, para lo que hubiese sido necesario pedir la palabra golpeando una copa de tan eufóricos y divertidos que estaban. Sin embargo, uno de los jóvenes de la familia tuvo la idea de usar la opción de fotografía automática: lejos de la orilla, donde todos ya se habían puesto en pose, apiló paletas y tejos sobre una silla con buzos y remeras. Luego apuntó, calculó, acomodó, apretó y salió corriendo a reunirse con el resto, que lo alentaba en su carrera como la mejor hinchada que se conociera, gritando y aplaudiendo. No obstante, el fotógrafo detuvo su carrera enseguida al ver que la cámara se cayó del improvisado trípode. Nuevamente, era mi momento: debía ofrecerme; incluso sentí que alguna tía y algún padre me miraban como recriminando mi pasividad. Pero entonces no fue la vergüenza la que me lo impidió sino otra cosa: pensé que esa imagen valdría más para la familia si lograba sacarla por las suyas, uno haciendo y los otros apoyándolo. Creí que esa fotografía, así, tendría un color más. Otra vez, el muchachito acomodó la cámara, la acarició, como pidiéndole un favor, tomó carrera, apretó el botón y comenzó la carrera como si en esa carrera hacia su familia se le fuese la vida; los otros, por cierto, reiniciaron el alboroto de griterío y aplausos para que llegara el que faltaba para completar el cuadro; éste voló con los pies hacia adelante tirándose al piso y quedó en perfecta ubicación, acostado debajo de todos, de costado, con los brazos abiertos. La cámara tomó la imagen para el recuerdo, que grabó caras de alegría y triunfo. Y yo, mientras disfrutaba el momento, me quedé pensando que, al menos una vez, tomé la decisión correcta. Porque, a veces, se ayuda simplemente dejando hacer.

sábado, 5 de febrero de 2011

Los comensales

—Hoy tengo ganas de comer asado, che.
—A mí me gustaría pizza con cerveza.
—Asado y un buen vino tinto.
—Bueno, está bien, vos ganás. ¿A qué parrilla vamos?
—La última vez, la semana pasada, le caímos a Enrique. Podríamos ir de nuevo.
—¿Y a lo de Sebastián? Hace rato que no vamos.
—Es que la última vez que comí en lo de él me fui embroncado; el chorizo, quemado; el vacío, crudo; el asado, pura grasa.
Un joven se acercó a Medero y Fontana, que estaban parados en una esquina, a un par de cuadras de la Estación Liniers, y les preguntó cómo hacía para llegar a la cancha de Vélez. Ya eran casi las nueve de la noche.
—Sí, a mí tampoco me gustó. Pero lo bueno de Sebastián es que no le molesta invitarnos. Enrique es un miserable, se nota que nos recibe de mal gusto— apuntó Fontana.
—Es verdad... pero me tiene sin cuidado que se enoje: de buen o mal humor él, nosotros morfamos de novela lo mismo.
Fontana festejó la conclusión de Medero con una carcajada.
—¡Qué poco movimiento de gente hoy!— comentó Medero.
—¿Y si vamos a lo de Luis? Si le caemos sobre el cierre, tipo doce, nos da lo que le quedó que siempre es muy bueno.
—Pero habría que ir hasta Floresta.
—Villa Luro.
—En diez, quince minutos estamos.
—Y también habría que hacer tiempo...
Se mantuvieron callados unos instantes.
—El desayuno estuvo buenísimo— afirmó Fontana.
—Sí, Manuel tiene una mano bárbara para las facturas. Además no nos escatima: le mangueamos ocho facturas y nos da la docena completa, siempre. Un fenómeno el gallego.
—Mate con facturas, escuchando la radio, adentro del coche. Es mi opción preferida.
—Mañana podríamos ir al bar de Julián; le sacamos un par de café con leche con medialunas, ojeamos el diario.
—¡Ah, me olvidé de contarte! Le agregaron mesas y sillas a la panadería Santa Julia, para desayunar o merendar ahí. Tenemos que ir.
Repentinamente, se levantó un viento fuerte y frío. Enseguida, ambos entraron al auto.
—Los panchos del mediodía estuvieron más o menos— dijo Fontana.
—Y... yo no esperaba otra cosa. ¿A cuánto los están vendiendo? Me pareció ver que dos pesos. Muy barato.
—Igual que no sean caros no quiere decir que sean malos.
—Por lo general sí.
—Pasa también que en las pancherías tratamos con empleados.
—A veces no sé qué es mejor.
—¿Qué hora es?
—Faltan diez minutos para las diez.
Medero encendió el coche.
—¿Ya salimos?— preguntó Fontana.
—Sí, quiero morfar ya. Vamos a lo de Enrique.
Fontana preguntó si prendía la sirena; su compañero le contestó que por supuesto. Ambos rieron. Desde una vereda, un nene, que paseaba a su perro junto a su padre, los observó rápidos como rayo.
—¡Mirá, papá! —exclamó— ¡La policía va a atrapar a un ladrón!

martes, 4 de enero de 2011

El cumpleaños de María


Nunca me gustaron mucho las fiestas en salones, ni las de los cumpleaños de quince ni las de los casamientos. Siempre que me tocó ir a una la pasé, desde que entraba, con un ojo en el techo y otro en el reloj, calculando cuánto faltaba para el próximo plato, el siguiente baile, para irme, haciendo fuerza para que todo suceda lo más rápido posible. Me quedó una cuenta pendiente de todos los cumpleaños de quince a los que fui: jamás la homenajeada me eligió para prender una de sus velas, en ese ritual de lágrimas que solía hacerse hacia el final de la velada. Acaso debí ser mejor amigo de mis amigas cuando fui adolescente. Tengo la sensación que, a excepción de los padres, todos los que prendieron una vela, después, desaparecieron por siempre de la vida de las quinceañeras que las elevaron a la categoría de amigas por siempre y hermanas de la vida hasta la eternidad. Tal vez, lo admito, esta idea sea propia del resentimiento que me genera no haber estado en ese lugar de privilegio.

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Una de las cosas que más me gusta de mi mujer es que no tiene una familia compuesta por centenares de personas; no tiene cincuenta y ocho primos, treinta y dos tíos y diez abuelos que todos los fines de semana cumplen años, se casan o se van a vivir a Europa. Así, los compromisos del estilo se ven reducidos a ninguno. Salvo por alguna que otra excepción, a la que teniendo en cuenta su categoría de excepción no hay excusa que valga. Mi mujer nunca me dice que este domingo al mediodía hay que ir al cumpleaños de la tía Claudia que lo festeja con una raviolada en Pacheco, a la tarde hay que ir a ver el partido de básquet que juega el primito Ezequiel en Temperley y a la noche hay que ir a la obra de teatro en la que actúa el sobrino del abuelo Héctor en San Telmo; por eso, cuando me avisó casi con diez meses de anticipación que su abuela cumplía ochenta años y lo festejaría en un salón de fiestas y debía asistir sí o sí no había forma de negarse; al contrario, considerando el excepcional compromiso, acepté con gusto. Además, como escribió Hernán Casciari, es imposible excusarse ante un compromiso con diez meses de anticipación.

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Conocí a María, la abuela de mi mujer, una tarde de primavera hace un par de años. Ella vive en Lavallol, con su hermana que está media pirucha. Esa vez nos recibió con mucho amor, y con mucha y rica comida: sánguches de miga, masas y alfajores. Sacó fotos de varias décadas de antigüedad, que despertaban anécdotas sin cesar. Una de un locutor del que estuvo perdidamente enamorada y al que escribía cartas apasionadas, que eran correspondidas por él. En ese entonces, noté en los ojos de María un brillo como de llanto contenido que despertó mi curiosidad; unas lágrimas calladas como su corazón que sugerían que ella no decía todo lo que tenía para decir. La advertí dueña de silencios que vaya a saber qué callaban.

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Finalmente pasaron los diez meses y llegó el sábado del cumpleaños de María; antes --en principio una vez cada treinta días y sobre el final una o dos veces por semana-- mi mujer me fue recordando que esa noche no podía asumir ningún compromiso sino el del festejo de su abuela. No era obligatorio pero decidí ir de traje; pantalón de vestir, camisa fina, corbata, saco. Quería estar impecable para la nona; lástima que salí apurado y me olvidé el cinturón, cosa que tiró por la borda toda mi pretendida y desacostumbrada presencia. Llegamos al salón después de un viaje de hora y media; el evento era en su barrio, Lavallol, y nosotros salimos desde Caballito, donde vive la mamá de mi mujer, con quien fuimos. Y su hermana, mi cuñada. El salón era sencillo y los mozos parecían sacados de un túnel del terror de parque de diversiones, pero la emoción de un cumpleaños como este me provocó una percepción de lo más tierna sobre todo; lentamente, caían al lugar viejos muy viejos, con sus nombres y sus estilos del siglo pasado, y la noche se hacía más especial. Como una estrella, María se hizo desear casi dos horas: una vez que ya estábamos todos, el salón totalmente repleto, comenzaron los rumores de que haría su ingreso; rápidamente, se formó una ronda expectante en torno a la escalera por la que surgiría, se apagaron las luces, se soltaron los globos, se empezó a escuchar alguna canción sensiblera y comenzó a dejarse ver, a subir despacio hacia el centro de la escena. Parientes de aquí y allá se peleaban por besarla, abrazarla, decirle feliz cumple. Y ella, por primera vez en la noche, dejó de ser una mujer de llanto contenido y dejó ser lágrimas al brillo de sus ojos.



Rápidamente, comencé a hacer lo que mejor hago: emborracharme. Servían Quilmes, con un frío para el aplauso. ¿Podrá creerse que en un cumpleaños de este estilo hubo problemas de ego por quién se sentaría en la mesa principal? Para colmo, la diva que protestó por tener un lugar al lado de la abuela en vez de hablar con la nona y entretenerla no le dio pelota. Triste, yo miraba cómo María pasaba en silencio los primeros momentos de su noche. Pero por fortuna no tardó mucho en hacer que cada mesa fuese la principal, moviéndose por todas, compartiendo un rato con cada grupo. Y a la diva, fea, la luz dejó de apuntarle.

Había un tipo, que creo que era un vecino, que era igual a Alejandro Urdapilleta; estaba vestido de lo más llamativo, con traje pero en vez de con camisa con una remera roja furiosa que tenía un gran signo de interrogación en el medio. Apenas empezó el baile, no tardó en convertirse en el alma de la fiesta. Gracias a él, por cierto, tuvo lugar un número de canto a cargo de un amigo suyo. Éste cantó algunos boleros y algunos tangos; irrespetuoso, llamó a María a su lado y la miró a los ojos entonándole "Algo contigo". También le cantó "A mi manera". Justamente, "A mi manera" fue la canción que acompañó un video que preparó la familia de la nona, con imágenes de toda su vida; su infancia, su juventud, su adultez, su hoy. El momento de la proyección de este video, sin dudas, fue de lo más lindo de la velada.



Cuando llegó el turno del famoso carnaval carioca, me hallé sentado con un festivo gorro de plástico sobre la cabeza, una copa de champagne en una mano y una matraca en la otra, mirando cómo todos bailaban. En particular, mirando cómo bailaba la hermana de María, esa que está media pirucha y que vive con ella. Había que verla cómo revoleaba la matraca al tiempo que movía el esqueleto y hacía soplar un silbato. Y eso que tiene más de ochenta; debe tener como noventa más o menos. Y tanto me perdí en mirarla, admirar su manera de divertirse que la atraje, porque cuando menos lo pensé la tenía delante de mí, como agitándome, como convocándome a la fiesta, como enseñándome; moviendo delante de mis narices su diminuta y arrugada figura, sacudiendo la matraca en torno a mis ojos, soplando el silbato contra mi cabeza. Dándome una lección de juventud.

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Le costó a María soplar las velitas; no porque no tuviera aire suficiente sino porque vaya a saber qué pensamientos la paralizaron frente a esos fuegos flacos. Simplemente se quedó meditativa frente a ellas, frente a la torta. Y se resistió a soplar. Aunque ya habíamos cantado como tres veces el feliz cumpleaños, ella no cumplió su parte del ritual. Tal vez no terminaba de decidirse por sus tres deseos. O quizás se dio cuenta como nunca antes que estaba cumpliendo ni más ni menos que ochenta, y le dio miedo. Pero tranquila, María, algo me dice que en diez años mi mujer me estará avisando con diez meses de anticipación que habrá un sábado por la noche que tendré que reservar sin excusas.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Consejos

Mire a su perro a los ojos, fijamente. Preste atención a esa composición misteriosa que tienen esos círculos de color negro, blanco, marrón. Brillosos, húmedos y peludos. Observe con detenimiento esa mueca sincera, ese interior honesto, ese contenido puro que enseñan. Ahora fíjese en los dientes, blancos, filosos; note la relación perfecta, armoniosa que lleva con la lengua. Advierta el largo de esa carne roja y ahogada en saliva, que se desborda inevitablemente de sus fauces y denuncia escandalosamente agitaciones, ansiedades, sedes. Mire esos bigotes, con esas canas firmes. Preste ojos a esas orejas de oso de peluche, grandes y efectivas como si fuesen de un héroe de fantasía. Observe esa nariz dura, con su puntita de textura increíble, con esos dos agujeritos que purifican aire e hinchan y deshinchan pulmones. Levante la mano y --si usted es bueno como perro-- él no temerá sino que esperará con sumisión que, luego, la baje sobre su nariz, sus orejas o sus pulmones y lo acaricie suave y largamente. Huela el olor de su perro. Al igual que los bebés y los abuelos, los perros tienen su olor. Al igual que los bebés y los abuelos, los perros son inocentes. Si usted es bueno como perro, olerá un perfume para el recuerdo. Juegue un poco con su perro, molestándolo: agárrele una pata, agárrele la cola. Un rato y después la suelta, un rato y después la suelta. Dele de tomar agua, dele de comer carne. Llévelo a la plaza. Hágalo correr junto a usted, hágalo caminar junto a usted. Siéntese en algún banco e invítelo a él a tomar asiento también. Preséntele algún perro que ande por ahí. Quédese en silencio, como él, y piense un rato en algo que nadie sabe qué es, como lo que hay en las mientes de su perro. Tírese un rato a su lado, cuando él está descansando. Acarícielo, sobre el lomo. Háblele de sus cosas. Dígale lo mucho que lo quiere. Y alguna noche de borrachera, cuando las leyes se trasgredan y la razón baje armas, acuéstese en su cama y llame a su perro; él acudirá de inmediato y esperará conocer el motivo de la convocatoria. Palmee el colchón un par de veces; su perro saltará feliz y --aún durmiendo como usted-- velerá su sueño como el mejor guardián que jamás haya tenido. Como su mejor amigo que es.



lunes, 13 de diciembre de 2010

La belleza de los puercos queridos

Esa tarde sucedió algo extraño en la rutina del hogar: llegué a casa antes que mi mujer. Entusiasmado, decidí sorprenderla recibiéndola con la cena lista. Con amor, como se debe cocinar, preparé la ensalada como sé que le gusta: pelé dos zanahorias, las corté en rodajas y las herví. También herví dos huevos. Lavé un tomate redondo grande y, lentamente, lo fui dividiendo. Del día anterior, en la heladera, quedaban lentejas que serían el último ingrediente. El plato principal sería filet de merluza, con limón: prendí el horno, puse una asadera con aceite y a cocinarlo. Cuando mi mujer llegó, efectivamente, logré sorprenderla no sólo con mi presencia sino además con el olor a comida lista. Nada como llegar a casa, después de toda la maldita jornada, y que alguien que te quiere te reciba con la comida lista. Como una madre. A veces no nos damos cuenta de lo poco que le agradecimos a nuestras mamás eso, creo. En mi caso en particular seguro: nunca le di las suficientes gracias a mi vieja por recibirme durante tantos años, cada mediodía que llegaba de la escuela, con el morfi preparado. Y la mesa puesta. Y encima uno que, cual Homero, se comía todo a toda velocidad en dos segundos. Tanto trabajo, tanto amor en la preparación para que un animal lo devore en un instante. Sin respirar, sin degustar. Y mirando la televisión. ¿Hay más amor que en aquellos que dan sin esperar, pero de verdad, recibir? Lo hacen porque quieren. Esa noche mi mujer deglutió el filet y la ensalada, y hasta tal vez eructó. Yo, feliz, la observaba con ojos amantes alimentarse.

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Recuerdo que mi papá solía no almorzar en el trabajo. Lo sigue haciendo, de hecho. Llegaba a casa por las noches fundido, y muerto de hambre. A la hora de la cena, mi mamá repetía toda la labor del mediodía pero para un comensal más. Como un chancho sin haber probado bocado en días, mi viejo se atragantaba con aquellos platos que no le duraban más que segundos. Solía insertarse trozos de comida más grades que el tamaño de su boca, llenarse de restos de aceite y salsa los labios, ahogarse con vino y disparar diferentes y desagradables ruidos de sus fauces. Mi vieja, furiosa, protestaba a los gritos que se comportara como un ser humano civilizado para comer y él, temeroso, pedía perdón y trataba de manejar sin éxito con más cuidado su apetito voraz. En ese entonces, yo estaba a favor de mi mamá: ¿cómo puede ser, viejo, que te comportes de esa manera?, pensaba.

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Recurrentemente, arribo a casa después del trabajo agotado. Con el peso de un día desperdiciado y la resaca de un viaje de martirio, con la cruz de un día más sin ser y haber "donado sangre al antojo de un patrón por un mísero sueldo", como cantó Claudio O´Connor en Hermética según escribió Ricardo Iorio. Entonces, la comida a veces me dura lo que un suspiro porque llego hambriento como perro. Lo mismo le sucede a mi mujer y a mi hermano. Lo mismo le pasaba, y le pasa, a mi papá. Hoy, que lo advierto, me cambio de bando y estoy a favor de mi viejo, cuando hace años mi vieja le pedía cordura y buenos modales a la hora de la cena. Y, es más, preparo una llamada telefónica: voy a invitar a comer a mi papá a casa mañana. Voy a preparar algo bien rico. O no: simplemente un bife con ensalada, como esos con los que se atragantaba otrora. Vino tinto barato y soda de sifón. Y un poco de pan. Y le voy a pedir que coma como chancho, que se ensucie hasta los cachetes de sangre de carne y aceite y vinagre de ensalada. Que sea ruidoso como puerco. Que me hable con la boca llena. Que se meta carne, ensalada, pan y mayonesa y vino y soda en la boca al mismo tiempo. Y lo voy a mirar, con amor, alimentarse. Bien ganado lo tenés, papá. Buen provecho.

martes, 30 de noviembre de 2010

Un sueño

Antes de quedarme dormido, deseé un sueño maravilloso; hallarme en lugares extraños, cruzarme con gente entrañable y hacer cosas raras. O, al menos, encontrarme en un sitio conocido y vivir algo normal pero teñido por la magia del misterio del sueño. Sabía que mi deseo podía llevarme a una experiencia de miedo, como tantas veces pasó, pero de cualquier forma tenía ganas de soñar algo, bueno o malo, pero soñar algo. Así, pensando en esto o aquello, después de decirle a mi subconsciente que me entregaba a su trabajo, empecé a roncar.

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Me encontré entre varios puentes, como los que se cruzan en la General Paz o en las autopistas, puentes que se elevaron sobre inmensidades de pasto para llevar autos y camiones de acá para allá. Estaba durmiendo junto a mi mujer, en una suerte de cueva de cemento que se había generado del lado de afuera de uno de los puentes. Estábamos durmiendo ahí para acortar los tiempos que teníamos entre que nos despertábamos y llegábamos a nuestros trabajos; al parecer, razonamos que si dormíamos directamente al costado de esos caminos perderíamos menos tiempo en arrancar rumbo a nuestros yugos. Algo así como evitar ir al baño a ducharse, lavarse los dientes, ponerse desodorante y caminar hasta el colectivo; algo así como directamente levantarse y estar ya en la parada del colectivo. Hacía frío, mucho; teníamos puestas nuestras camperas y dormíamos abrazados. Arriba de nuestras cabezas había un árbol enano, del que colgamos nuestras mochilas.

De repente aparecieron dos policías, mi hermano mayor y un testigo de un robo y golpiza a cargo de un ladrón de la zona. Así como así, en el ambiente aparecieron algunas casas también, todas herméticamente cerradas en esa madrugada sombría y helada. Nos pusimos de pie y como nuevos vecinos de la zona nos informamos de la situación; si alguien andaba robando y golpeando cerca a nuestra nueva cama, tal vez deberíamos volver a dormir en nuestra casa mejor. Por ahí no seríamos víctimas de hurtos y golpes, pero sí de ruidos que harían difícil conciliar el sueño. El testigo era un pibe flaco, de remera gris; era el muchacho que atiene un kiosco por el que paso a diario cuando voy hacia el trabajo. ¿Qué hacía ahí? ¿Y mi hermano mayor? Él sólo miraba todo, simplemente miraba.

Mi vista encontró entre los puentes una suerte de obelisco, en cuya punta había una pequeña superficie redonda; sobre ella, estaba parado un perro grande. El animal miraba hacia al frente y, apenas lo vi, saltó al vacío. Mientras caía, su expresión era de resignado suicida.

Surgió repentinamente el ladrón y golpeador buscado, saltando puentes, saltando todo el tiempo. Vestía un buzo con capucha rojo con alguna inscripción negra. Los policías, con calma y seguridad, nos pidieron que nos apartáramos para hacerse cargo; mi hermano y el testigo desaparecieron tranquilamente de la escena, para siempre. Con mi mujer nos corrimos un poco. Pero rápidamente, y tras apenas un par de certeros golpes, los policías cayeron rendidos. Saltamos desde los puentes, huyendo del temible encapuchado, y aparecimos en una avenida por la que estaba corriendo, también escapando, un grupo de personas. Algunas de ellas lastimadas, ensangrentadas. Nos unimos y, sin mirar atrás, corrimos.

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Desperté asustado. También contento con mi deseo cumplido. Aunque ahora que lo rememoro protesto porque, al parecer, para mi subconsciente soy un ciudadano más cuya máxima preocupación es la condición de víctima del flagelo de la inseguridad que nos mata a todos a diario, sin que nadie haga nada al respecto, y nos acosa y persigue hasta en los sueños.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Elogio de la rateada general

Voy a hablar mal de una profesora, de cuya hija hablé bien no hace mucho tiempo. Lo que me molesta de ella son sus clases, es decir que podría decirse que todo: llega, saluda, toma asiento, pregunta si estamos listos para empezar, agarra su cuaderno guía y comienza el dictado. Un dictado que dura ni más ni menos que toda la clase y cuyo contenido es exactamente el mismo, pero resumido, que está en los apuntes que conforman la bibliografía de la materia. Jamás ella podrá explicar algo con sus palabras, saliéndose del libreto; siempre versa sobre lo que tiene escrito en su anotador, sin salirse de ese mandato lineal, empleando inevitablemente todos los usos y términos y ejemplificaciones grabados a fuego en su rutina. Hace muchos años que es profesora, y no actualizó nunca ese anotador: todas sus clases, año tras año, siguieron sus líneas. Y sus alumnos, año tras año, pasan las horas simplemente combatiendo al sueño y preguntándose cómo es posible que una profesional de la enseñanza consiguiera el trabajo para el que se preparó y lo use sólo para dictar y dictar y dictar. A veces parece que hasta a ella misma le aburre su estilo; de vez en cuando se le escapa un bostezo o baja a tomar un café; siempre está mirando el reloj y termina con sus martirios varios minutos antes de lo que corresponde. Y, también, suele faltar bastante aunque esta es una costumbre que se agradece.

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Hacia mediados de año, la opinión pública tuvo como tema la rateada general, que comenzó en Mendoza con tres mil alumnos faltando a clase el 30 de abril. A través de Internet, esos miles de estudiantes de nivel secundario organizaron un faltazo sin antecedentes, que tuvo como destino la Plaza Independencia. Rápidamente, la idea consiguió propagarse a Córdoba, Santiago del Estero y La Rioja; también a Uruguay y, el punto más alto, a nivel nacional el 26 de mayo. Por supuesto, la opinión pública en su abrumadora mayoría condenó duramente la rateada y pidió mando dura para con estos pibes que hacen lo que se les antoja y no respetan nada ni nadie; ni a las instituciones ni a los directivos ni a los profesores ni a sus padres.



En ese entonces, en que el tema era la rateada general, la profesora que provoca más sueño que un Rivotril y que dicta más que enseña, extrañamente dejó de lado la rutina de clase y puso sobre la mesa la problemática sobre la que conversaba la sociedad. Y, de la mano con la opinión mayoritaria, expuso que era una barbaridad que todos los estudiantes del país faltaran a clases porque sí el mismo día y que nada ni nadie pudiera impedirlo; exigió sanciones de parte de directivos y retos de parte de padres. Dijo explícitamente que de un tiempo hasta nuestros días se perdió una medida sana de mano dura y, así, todo es un viva la pepa. Contó que cuando ella era chica a su papá lo trataba de usted y que si llegaba a organizarse con sus compañeras en la cara de su padre y de todos para ratearse se daba por muerta. Los alumnos, mientras escuchaban, le daban la razón y agregaban que además esto que se había generado no era ratearse porque el espíritu de esa picardía era hacerlo a escondidas de las voces de mando y no abiertamente, desafiando, burlando, provocando. Pero a mí me hacía ruido en las mientes tanto discurso de acuerdo con Eduardo Feinmann y Fernando Niembro; sentía simpatía con los adolescentes y su rateada masiva, porque me divertía mucho ver cuánta impotencia le generaba a las autoridades no poder hacer nada. Sin embargo, entonces no pude descubrir por qué simpatizaba con los estudiantes y tan sólo tomé la palabra en la clase para decirle a la profesora que yo no estaría tan seguro de condenar duramente a los alumnos por lo que sucedía y esgrimí alguna argumentación poco elaborada. Me ocurre muy seguido que las mejores respuestas caen a mí uno o dos días después, cuando sólo sirven para lamentarse por no haberlas pensado cuando las necesitaba.



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Ayer venía caminando hacia el colectivo, para irme a casa después del trabajo. Había sido un día difícil: mis superiores habían jugado varias veces su carta de poder para hacerme agachar la cabeza. Y, en esas ocasiones, la impotencia me carcome las tripas y quiero sangre, pero después me calmo. Al menos por ahora. De repente me acordé de las buenas ideas que tiene Flake, no sé por qué, pero así como así recordé cuando me contó de una historia que imaginó de un tipo que iba a un supermercado y agarraba las cosas que veía en los afiches de las calles y se las llevaba sin pagar no por hurto sino porque quería ser feliz y los afiches decían que eso era la felicidad y que era un regalo. Me acordé, antes de eso, en algo que tiene que ver con el asunto: él siempre me decía qué ocurriría si un día los empleados deciden no ir a trabajar. Todos los empleados del país, de todos los negocios. Porque sí. No por reclamar más sueldo, más vacaciones, mejor trato o lo que fuera. Porque sí. ¿Qué pasaría? Flake estaba poniendo sobre la mesa la cuestión: el que no tiene el poder, no se da cuenta que uniéndose a sus pares tiene todo el poder. Todo.

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Ahora sé mejor cómo se explica mi simpatía con los estudiantes que se ratearon masivamente: ellos llevaron a la práctica esa idea de Flake que tanto me maravillaba; se pusieron de acuerdo y, al menos por un día, les dijeron a todas las autoridades a las que deben responder que no harían lo que debían. Simplemente porque sí. Y no había ninguna manera de evitarlo. Ellos les dijeron en la cara a sus padres, maestros y directores que no irían a la escuela al día siguiente, que mejor se iban a una plaza; a jugar a las cartas, a la pelota, a la botellita, o a chupar vino y fumar porro. Los alumnos torcieron el brazo de la autoridad con el arma de la unión. Y no hubo ninguna manera de impedírselos; las caras de los más recalcitrantes amantes de la ley y la tradición explotaron de furia y se ahogaron en gritos que clamaban represión a tamaña insubordinación. Pero no pudieron más que eso, que ahogarse en sus impotencia. Los pibes aprendieron y enseñaron que el que no tiene el poder, si se une a sus pares, lo tiene. Ahora sé mejor, también, porque tengo grabado inconscientemente el popular canto que dice que el pueblo unido jamás será vencido.