miércoles, 27 de octubre de 2010

Líder, caudillo, inolvidable

Me acuerdo aquella tarde del 25 de mayo de 2003 en que asumiste. Estaba con mi familia en la casa de mi tío en Boulogne; mi tío, un conservador hecho y derecho, sufría las consecuencias de la crisis: había vendido su casa en La Horqueta para jugarse a todo o nada con su negocio y se fue a alquilar ahí, a cinco o seis cuadras de la estación de tren. Todos estábamos ilusionados con lo que podías hacer por el país, supongo que fundamentalmente porque era difícil que venga alguien peor, porque la esperanza es lo único que nos quedaba o, simplemente, porque no te conocíamos y la idealización tiraba para arriba. Yo, en silencio, tenía un motivo más para contentarme con la idea de un futuro bajo tu presidencia: Fidel Castro te había ido a ver asumir. Y mi espíritu zurdito, que me llevó a usar barba apenas me empezó a crecer, se regocijó de felicidad. Desde que me metí con la cuestión de la política me tiró ese bando: el de los que están con el pueblo y contra los que están contra el pueblo. El pueblo es el obrero; el resto no es pueblo. Son una manga de hijos de puta, que ahora ríen felices porque no estás más. ¿Cómo no abrazar la causa y lucha de un líder que se puso de nuestro lado? Y del país: siempre lo pensé, que un gobierno debe ser fiel a su pueblo y a su país. Lo opuesto es poner sobre primer orden los intereses de la oligarquía. Con una mano en el corazón, se sabe que vos estabas del lado del pueblo. Y si no, ¿quiénes lloran y quiénes festejan tu partida?

El país salió adelante, nos olvidamos de todo lo que era Argentina en 2001 y antes de tu llegada. Mi tío salió adelante, por ejemplo: su negocio funcionó y funciona más de lo que él esperaba. Tanto que pudo comprarse nuevamente una casa y más de un auto. Y su casa es un lujo, eh. Y se lo merece mi tío: es un gran tipo, un gran luchador. Pero, qué pena, su prejuicio ideológico siempre lo hace repetir que te odia. Bueno, ahora será que te odiaba. Así somos todos, parece, nos cuesta esa parte de ser agradecidos a pesar de. Yo voy a estar eternamente agradecido a tu persona y tu paso por estas tierras como conductor y líder. Esa es la figura política en la que yo creo: el líder, el caudillo. A los de nariz levantada no les gustan los caudillos; es que, por lo general, estos son padres del pueblo y hablan a los gritos y se pelean con los malos. No se puede ser presidente sin huevos. A vos te sobraron, como para hacer descolgar los cuadros de Jorge Videla y Roberto Bignone del mismísimo Colegio Militar. Para ponerle nombre y apellido a los que fogonearon dictaduras y fines premeditados de gobierno. Unir a los países de América del Sur y promoveer la distribución de la riqueza en favor de los obreros. Ponerle los puntos a los supuestos buenos prestamistas internacionales. "Dicen que me peleo mucho, compañeros, pero no es cierto: yo, nada más, negocio poco con ciertos intereses", te supiste explicar y definir mejor que nadie.

Estuve media hora mirando la pantalla que informaba que estabas muerto. Sin habla; por más que quería decir algo, no podía siquiera abrir la boca. Siento hasta que no estuve respirando incluso. En mi interior, no me sorprendió tanto como al resto: no sé por qué, pero últimamente no te había visto bien en tus apariciones públicas; como que te faltaba un color y, también, un poco de esa crispación que tanto admiro. Hay una cosa que no te voy a poder perdonar, pero es así. En 2011, te iba a ver asumir otra vez la presidencia de Argentina. Pero esta vez en vivo y en directo, ahí: iba a ir con un amigo. Iba a ser la primera vez que iba a una asunción presidencial. Estaba ilusionado con verte y oírte recibir nuevamente el amor de tu pueblo, otra vez como su líder y caudillo. Pero te fuiste antes y me privaste de ese sueño, para siempre. Hoy, el cielo sumó justicia.

martes, 26 de octubre de 2010

Shakira hace salir el sol

Argentina tiene veintitrés provincias y también a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Argentina tiene una extensión de casi tres millones de kilómetros cuadrados. Argentina tiene más de cuarenta millones de habitantes. En alguna de sus provincias, o su capital, y en alguno de sus kilómetros cuadrados, tiene que haber otro entre sus cuarenta millones de habitantes que sea como yo, en un punto en particular. Este punto en particular es el siguiente: me gusta Shakira. Para que se entienda mejor: me gusta la música de Shakira. Y para ser sincero: me gustan las dos cosas, Shakira y su música. Lo primero es de lo más común; es una mujer y, es sabido, los parámetros de exigencia de los hombres no son altos así que de seguro a la mayoría de los hombres del país les gusta la colombiana. Aunque una vez leí por ahí que uno escribió, despectivamente, que a Shakira la soltás en Once y no la encontrás nunca más. Lo segundo ya es materia de polémica: que te guste Shakira, si sos varón, cerca de los treinta y tenés remeras de Almafuerte y Divididos, resulta repudiable. La acusación general apunta a poca hombría, es decir que es de puto que te guste Shakira; en todo caso, pienso yo, deberían acusarme de mucha pasión por la masturbación. De cualquier forma, sería una injusticia.



Empecé a escuchar a Shakira hace mucho tiempo; así como con Los Piojos, la conocí en su momento de explosión, cuando "Ciega, sordomuda" sonaba mañana, día, tarde, noche y madrugada por todos lados. Luego pasó lo mismo con "Inevitable" y "Ojos así". Era 1998 y el disco "¿Dónde están los ladrones?" era furor: fue el más vendido de todos los que hizo, en español. Acaso pueda justificarme porque, entonces, tenía apenas doce años. No podía dejar de mirar su famoso MTV Unplugged, que hizo un año después: recuerdo que tenía el pelo rojo sobre su morocho de siempre y vestía unos pantalones de cuero que me generaron, por decirlo cordialmente, cuantiosas fantasías. Aquella fue la versión de ella que más me gustó: no me hace falta buscar fotos para recordarla con su remera marrón y sus colgantes y su cara tierna y rellenita. Me enamoré. Una noche de ese entonces vino a casa una amiga de mi mamá con su hija y, en una ocasión tan extraña que hoy recuerdo, nos cantaron algunas canciones de Shakira que tenían anotadas en un cuaderno. No me acuerdó por qué y cómo era que andaban por ahí con cuadernos con acordes y letras de Shakira pero así fue. Nos cantaron algunas muy conocidas pero que yo no conocía, como "Pies descalzos" y "Estoy aquí"; por supuesto, también "Inevitable". Nunca más las volví a ver; mi vieja se peleó o simplemente se dejó de ver con esa amiga. Su hija era más linda que Shakira incluso.

Sin embargo, rápidamente, también como me pasó con Los Piojos, dejé atrás a Shakira y le perdí el rastro. Año y medio me habrá durado. No me enteré de las canciones de sus discos siguientes más que por los videos que pasaban por MTV y ninguna me despertó mayor interés como para conseguir a sus compañeras. Además, y fundamentalmente, llegué por casualidad a Molotov y cambié de camino.

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Hará cuestión de un año, no recuerdo en qué circunstancia ni movido por qué motivaciones, me encontré de repente bajando discos de Shakira que nunca había escuchado, es decir, todos menos "¿Dónde están los ladrones?". Ya sé, en realidad, cómo ocurrió que me puse a buscar su discografía: el anuncio del disco "Loba" llamó mi atención, pero como el tema de promoción no me gustó me surgió buscar otro material de ella. Así, me vi encantado descubriendo hermosas canciones en su viejo "Pies descalzos", como "Antología", "Quiero", "Te necesito" y "¿Dónde estás corazón?". Y también otras de la nueva época que me gustaron mucho: puntualmente, las que están en su disco doble en castellano e inglés de la etapa de Fijación Oral. Por ejemplo "Don´t bother", "Hey You", "Timor", "Escondite inglés", "En tus pupilas", "Las de la intuición". Otra cosa que disfruto mucho es verla en vivo: de vez en cuando busco por YouTube recitales de ella y los miro. Son geniales.



"Loba" es muy alejado a lo que me gusta de Shakira, está bien hecho, sí, pero no es de mi predilección. Salvo por "Spy", "Men in this town", "Mon Amour" y "Gypsy". Ahora estoy más entusiasmado con "Sale el sol", que desde que empieza, con el tema que da nombre al disco, muestra otra cosa que, de inmediato, retrotrae a los tiempos de "Pies descalzos". En esa misma sintonía, de melodías dulces, hay más canciones por suerte: "Antes de las seis", "Lo que más" y, la más linda, "Mariposas". También hay temas rockeros, que le salen y quedan muy bien, como "Devoción" y "Tu boca". Un amigo heavy pero educado piensa, por supuesto, que la música de Shakira es basura comercial pero reconoce que sus productores eligen bien a los músicos que la acompañan.

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En un momento determinado, Shakira dejó de ser una simpática y tierna colombiana que hacía sus canciones con guitarra acústica y tenía orígenes árabes para convertirse en un fenómeno de alcance mundial, rubio y posible de comercializar como pedazo de carne deseable por el mercado que se nutre de la masturbación voraz. Fue imprescindible, para ello, hablar y cantar inglés y provocar más en cuanto a lo sensual; teñirse de rubio acaso fue dar un poco más de lo necesario. A partir de entonces, lo superficial se abrió plano y discutió a lo que importa. Tal vez sea cierto, y hasta seguramente lo sea, que Shakira es basura comercial como piensa mi amigo heavy. Pero yo pienso distinto, ¿qué le voy a hacer? En realidad, siento distinto, y se sabe que los sentimientos no siempre coinciden con los pensamientos.

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Mucho antes del último Mundial, planeé un crimen perfecto: me guardé mis vacaciones para la fecha del mismo, diciéndole a mis jefes que esta vez quería descansar en invierno. Cuando, efectivamente, llegó Sudáfrica 2010 y se encontraron con que yo no estaba más en mi puesto de trabajo comprendieron que el Mundial no lo verían conmigo. Yo pasé las mejores vacaciones, mirando mañana, día y tarde absolutamente todos los partidos de lo mejor que tiene el fútbol, que son sus mundiales. Y, como si fuera poco, conté con la compañía fiel y diaria de Shakira.


miércoles, 20 de octubre de 2010

Recuerdos del barrio

Por fortuna pasé mi infancia en un barrio, un barrio hecho y derecho: Mataderos. Ahí, en Corvalán y Monte, frente a una química interminable que inundaba el ambiente de la peor inmundicia y ocupaba manzanas y manzanas. Lo mejor que tenía la química era que su vereda y sus paredes estaban siempre libres para el fútbol: con mis amigos del barrio usábamos las veredas como cancha para armar partidos sin fin; las paredes las usábamos para dibujar arcos sobre ellas, cuando éramos pocos, y jugar al veinticinco o al uno contra uno o a patear tiros libres.

Mi casa, en realidad la casa de mis viejos, en realidad la casa de mi abuela, era inmensa y vieja como el país: la fachada estaba sin terminar y tenía un fondo gigante, al que tenía miedo de ir a veces porque además de abejas, cucarachas y gatos negros había sombras y espíritus que vi o inventé. También me daba miedo el altillo, sobre todo después que murió mi abuelo porque tenía la sensación de que él rondaba por ahí, escondido, vigilante. El altillo era un lugar de cuento: todo de madera, con cuevas en las que se guardaba todo lo que no se usaba, mínimas ventanas y, el motivo por el que iba a él, la computadora. Una computadora del año de Colón, que no me acuerdo si traía algún juego. Había una radio también. Tenía una obsesión con las radios de chico; en una Navidad, mi papá me regaló una chiquita y hermosa a la que dormí abrazado durante años. Había venido envuelta en uno de esos plásticos repletos de burbujas de aire, de esos que cuando los apretás te sentís menos nervioso. También tenía una obsesión con esas cosas y la sigo teniendo.

Una vez descubrimos que así como estábamos los chicos de Corvalán y Monte estaban los chicos de Gregorio de Laferrere y Monte. Es decir los chicos de la otra cuadra; serían, como en Lost, los otros. Los veíamos raros, como extranjeros, con sus nombres distintos y sus costumbres extrañas. Nos animamos a hacer desafíos que, vaya a saber por qué, como clásicos, se jugaban muy de vez en cuando así que tenían todo el sabor de finales. Cuando jugábamos de visitante, es decir a una cuadra de donde siempre, era como ir a jugar por la Libertadores al Maracaná. No me acuerdo si perdíamos, empatábamos o ganábamos; sólo recuerdo esa sensación de estar jugando por algo más sagrado que el triunfo, algo parecido a la vida. Con el correr de los años, al menos mi hermano y yo, terminamos siendo tan amigos de algunos chicos de la otra cuadra como de los de nuestra cuadra.

La vida en el barrio de chico era básicamente jugar con mis amigos. Llegar de la escuela, comer rápido y salir a la calle. Volver a casa para tomar la leche y salir a la calle otra vez. Volver a casa para cenar con papá y mirar la calle por la ventana, imaginando cómo serían los partidos de mañana. O por ahí las escondidas, si las chicas decidían jugar con nosotros. A veces jugábamos con las chicas del barrio; en esas circunstancias, los chicos, como animales, éramos más competidores que amigos porque todos queríamos conquistar a todas. Ninguno estaba enamorado de ninguna, o sí, pero a todos más o menos nos daba lo mismo quedarnos con cualquiera. Mi hermano se ganó a la mejor: una paquita de Xuxa, que le propuso matrimonio y que fue concretado con unos anillos de Batman. Mi hermano, un campeón, tendrían que conocerlo todos, como a mi barrio.

Tenía sus personajes entrañables, por esto o por aquello, Mataderos entonces. Estaba el judío que cuidaba su auto celeste y antiguo como si fuese su propio cuerpo. Y si le llegabas a poner un pelotazo al auto era mejor exiliarse. Estaba el tipo que se quería levantar a mi abuela, una vez que enviudó, y que tenía la casa repleta de monos. Estaba la hermana de unos amigos que te agarraba la pija y te decía que tenías un maní: a todos les decía lo mismo, así que o todos éramos cortos, o ella tenía un parámetro muy exigente, o tenía ganas de acomplejar niños. Estaba el mecánico tartamudo, el grandote que parecía Bruce Willis, el kiosquero que vendía falopa como chicles, la familia que tenía cara de perro pequinés, el matrimonio que se vivía puteando y golpeando, el amigo que apenas entró en la adolescencia se hizo drogadicto y el vecino al que cargábamos porque vivía haciendo mandados para su mamá.

Un día, mis padres decidieron mudarse. Más bien consiguieron su casa, en otro barrio. Mi nueva vida, sobre una avenida, en otro barrio, lejos de las calles adentro, cambió por completo. Las chicas de Mataderos impulsaron una suerte de despedida, que no esperaba, y nos dieron unas cartas que prometían no olvidarnos y nos deseaban suerte y felicidad y todo eso. Pensaba que iba a volver seguido a jugar con mis amigos, todos los días, pero estaba equivocado. A partir de ese mismo día, Mataderos, el barrio, pasó a ser este recuerdo que es hoy.

viernes, 15 de octubre de 2010

Guerrera

La clase de persona que odio

Hacia 2008, Guillermo Ruibal escribía en Pocas Expectativas:

"No odio a los mentirosos; después de todo, casi nadie tiene un real aprecio por la verdad. No detesto a los soberbios, especialmente cuando tienen de qué vanagloriarse. A los lujuriosos los felicito. Los envidiosos no me simpatizan; pero, después de todo, ¿quién habría de envidiarme a mí? Pero a los ingratos y a los traidores los aborrezco profundamente".

Por mi parte, hace poco me di cuenta que odio a una clase de persona, que es aquella que bajo ningún punto de vista es capaz de aceptar que cometió una equivocación. Este tipo de ser humano se presenta en dos formas: por un lado, están aquellos que tienen de su capacidad de accionar el mejor concepto y por otra parte quienes, al contrario, saben de su incompetencia y entonces optan por negar a muerte que se hayan confundido, creyendo así que estarán libres de que el mundo conozca de su realidad, de su condición de equívocos.

Los segundos despiertan odio pero, también, algo de ternura. Y es que en el fondo es gente poco lista, inocente como niños. Ellos se equivocan, hacen las cosas mal y cuando alguien les dice, no necesariamente con ánimo de reto, que eso no es así sino de otra manera no dan lugar a la corrección y tapan a veces levantando la voz las argumentaciones; como un nene que insulta y luego se cubre los oídos para no oír los insultos de réplica y así ganar el duelo. Lo penoso para esta gente es que, así, nunca aprenderán a hacer bien aquello que hacen mal. Es sabido que la mejor oportunidad para aprender, mejorar es hacerlo de los errores: si no se ve error, no hay nada para corregir.

Los primeros, cierto es, por lo general hacen las cosas bien; son gente eficiente, veloz, despierta, práctica, experimentada. También tienen algo de soberbios. Sucede que todos los lugares comunes tienen su razón de ser; la frase hecha que dice que todos nos equivocamos, justamente, no es antojadiza. Todos somos suceptibles de fallar, pero no todos tenemos la capacidad de asumirlo. Así, jamás una persona de esta especie pedirá perdón cuando otra le demuestre que está equivocada; a lo sumo se limitará a callarse y ya, ensimismada en su deseo de que el tiempo vuele y sepulte en el olvido su desacierto. Es una lástima, por cierto, ya que estas personas no podrán sumar jamás a su extensa y querida lista de cualidades una en particular: la grandeza.

jueves, 7 de octubre de 2010

La hija de la profesora

Con mucha timidez, sumamente despacio, en puntas de pie, evitando todo tipo de ruido, la hija de la profesora se sentó en un rincón del aula, mientras su mamá daba clase. Agarró papeles en blanco, un lápiz y empezó a dibujar, todo como pidiendo permiso. Ella, tan chica, con su ropa de colegio primario, era por lejos lo más llamativo que había en el lugar; entre tanta gente adulta, cansada, aburrida brillaba su luz de inocencia y preciosidad. Ocasionalmente, la mamá aprovechaba algún instante de pausa en la clase e intercambia gestos con su retoño en un código que sólo ellas comprendían. Justamente, con uno de esos gestos la profesora le indicó que fuera a algún lugar y, por primera vez, le habló: "Acordate para volver, aula 302, no te me vayas a perder". El amor entre madre e hija inundaba el aula y todos nos ahogábamos felizmente en él. La pequeña se puso de pie en cámara lenta y así también abrió la puerta y salió. Volvió a los diez minutos, con un sánguche de jamón y queso tostado. Se sentó otra vez en el rincón, puso la comida sobre sus piernas y, encorvada, como avergonzada, comió haciendo un esfuerzo encomiable por no hacer ruido. Nuevamente, la mamá le habló: "Hum... qué rico". Y la nena comió y comió, hasta terminar el sánguche.

***

Me gustaría que venga otra vez al aula la hija de la profesora. Y, cuando le dé hambre, me gustaría pedirle a la profesora que me permita acompañar a su hija al buffet del instituto. Me gustaría llevar a la nena de la mano hasta alguna mesa del lugar, la que se vea mejor. Asegurarme que se sienta cómoda. Me gustaría ir a la cocina, agarrar el jamón, el queso, el pan, prender el horno; abrir el pan, ponerle las fetas de fiambre en el medio, meter todo en el horno; cuidar que no se queme nada, revisar que se ponga bien tostadito, con el fiambre un tanto derretido y el pan medianamente crocante; poner el sánguche arriba de un plato; elegir alguna gaseosa de la heladera, preguntarle a ella cuál es la que más le gusta. Y servirle. Y que le guste. Y verla comer, alimentarse sin timidez, sin evitar hacer ruido, sin pedir permiso. Comer y comer y que esté bien rico. Ahora entiendo, entonces, un poco de esa pasión de los adultos tiernos y sensibles, como las dulces abuelas, por alimentar a los pequeños. Hay, en un punto, una relación entre alimentar y amar. También podría ponerle los dibujitos. Pero no hay televisión en el buffet del instituto; bueno, algo se me ocurrirá. Y después del tostado, tal vez un alfajorcito, de postre. Siempre queremos algo dulce después de lo salado. Y pedirle que me cuente de sus cosas: qué le gusta dibujar, qué le gusta mirar por televisión, qué hizo hoy en la escuela, cómo es su mejor amiga, qué quiere ser cuando sea grande. Y escucharla, con atención, con amor. Y después, por último y hasta que su mamá se la lleve a casa, agarrar papeles en blanco, crayones, marcadores, lápices de colores y ponernos a dibujar.

lunes, 4 de octubre de 2010

Marchitándome como una flor

Uno de los cien discos más populares de la historia de la música es "Joyride", el tercer álbum de Roxette. Justamente, la tercera canción de esta realización es nuestro Alto Tema de la fecha: "Fading like a flower". La pieza, tan tierna como poderosa, muestra la plegaria de un corazón que sufre, un corazón que como dice el nombre de la canción se marchita como una flor, porque no encuentra manera de olvidar, de dejar ir. Hacia 1992, la fortuna bendijo las tierras argentinas: el 2 y el 3 de mayo de aquel año, la banda sueca vino al país y tocó esos dos días en la cancha de Vélez Sarsfield. A continuación, el gratísimo y emocionante recuerdo de Roxette en ese entonces haciendo "Fading like a flower".