martes, 24 de agosto de 2010

Esperando al 23

Me fui del trabajo casi huyendo, casi no: me fui fugándome, a toda marcha, sin saludar a nadie, harto de todo y de todos. Salí a la calle a toda velocidad, no con ganas de llegar a casa sino con el mero deseo de alejarme lo más lejos posible del yugo. Hacía frío, mucho. Caminaba como si fuese un auto en una autopista, esquivando gente, pasándola por derecha o izquierda, sin ninguna caballerosidad. Ya estaba llegando a la avenida donde me tenía que tomar el colectivo y vi a decenas de personas como yo esquivando a un ciego, haciéndose los distraídos para no ayudarlo a parar el colectivo que estaba esperando. El ciego, solo, con su bastón blanco, parecía otro poste al lado del poste del 23. Hice lo mismo que el resto: lo pasé de largo diciéndome que estaba muy apurado. Pero a los cinco pasos frené. A los cinco pasos pude parar. A los cinco pasos pude encontrarme.

-¿Te doy una mano?-le pregunté-Te aviso cuando llegue el colectivo y te lo paro.
-Muchas gracias. Ya debe de estar por llegar igual, hace un rato largo que estoy esperando.

El frío me hizo llorar y me endureció las orejas como dos hielos. Intenté sacarle algún tema para conversar un poco mientras aguardábamos, pero se mostró como un tipo de pocas palabras. Me quedé mirando hacia el horizonte, pensando en nada un rato. Ambos en silencio, un silencio incómodo, que cada vez se hacía más largo.

-Andá, ya me esperaste mucho-dijo finalmente.
-No, no, es un placer. Además no estoy apurado por llegar a ningún lado; estaba apurado sí por irme del trabajo.

A partir de ahí, entonces, comenzamos a charlar como lo hacen esas personas que intercambian sus primeras palabras y la mera intuición les hace advertir que congenian, que sus seres vivieron, piensan y sienten en una misma frecuencia, que no hace falta más que charlar un par de veces para saber que quieren conversar por siempre. Él era un hombre delgado, con los ojos celestes desorbitados y sinceros. Me preguntó de qué trabajaba, me contó de él: se recibió de abogado, pero dejó de ejercer luego de quedar ciego. Labura de cobrador en una obra social. Un trabajo muy ingrato repetía, por no decir un trabajo de mierda. Se animó a decir que era un trabajo de mierda finalmente. La gente le cortaba intempestivamente, lo insultaba, y su supervisora la tenía con él: siempre todo lo que hacía estaba mal, me contaba. Y soñaba con conseguir otro empleo. Le dije que ya iba a llegar, que tal vez era un momento. Me dijo que sí, que estaba de acuerdo, pero con risas me contó que este era un momento que ya llevaba tres años. Y me siguió hablando de su supervisora y, levantando la voz, me dijo que ya se había hecho respetar con ella. Una de las cosas por las que lo reta es porque él escucha los motivos por los que las personas no pagan la cuota, porque algunos no le cortan o lo insultan sino que le cuentan de los problemas económicos, familiares y hasta sentimentales que tienen, y él los escucha. La supervisora le dice que él no debe perder tiempo con eso: si un deudor no tiene el pago, por lo que fuese, él debe cortarle rápido y llamar a otro y así constantemente. En una hora debía de hacer como treinta llamadas. Pero él le explica que no puede hacer eso, que si alguien le quiere explicar por qué no paga debe escucharlo, por respeto, porque son personas. Y de repente apareció el 23. Le avisé, le frené el colectivo, nos palmeamos, me agradeció, le agradecí, nos deseamos suerte. Y regresé a mi casa con una sonrisa de oreja a oreja, ya en el olvido por completo mi estado de hartazgo y furia anterior; sonrisa de oreja a oreja porque hice un nuevo amigo. Te quiero, amigo. Ojalá nos volvamos a cruzar.

2 comentarios:

kika dijo...

cuando se está a sólo 5 pasos -o menos- de uno mismo, pasan cosas maravillosas..
me encantó. gracias klui.

Pichi dijo...

Hermoso, hermosísima y conmovedora anécdota.