miércoles, 1 de septiembre de 2010

Cinco menos

A Eduardo Feinmann

Los agarré a todos juntos. Sí, a los cinco yo solo: los sorprendí cuando caía la noche y ellos emprendían la retirada en conjunto, como les gusta hacer las cosas a estos pichones de bolcheviques. Los encaré por detrás ahí, en la esquina de la escuela que tanto dicen querer y cuya mala fachada tanto dolor les hace sentir. Como escuché que decía una señora por la radio, ¿si tanto les molesta el estado de los colegios por qué no se los ponen a arreglar ellos? ¿Por qué no aprovechan, si tan mejores son que el gobierno, y dan el ejemplo de cómo hacer las cosas? De paso aprovechan y aprenden cosas útiles, como pintar paredes; no con aerosol para arruinarlas con estupideces sino con pintura para protegerlas y dejarlas limpias y presentables. Pero hemos ganado una batalla, en esta guerra. Porque agarré a los de pinta de más revoltosos, tenías que verlos: uno con la cabeza toda rapada salvo en el medio, una cresta como le dicen tenía el pendejo. Y otro con los pelos sucios que parecían fideos gordos pegados, rastas le dicen. Otro gordo hasta lo obsceno, uno narigón y otro con cara de nada. Este último, estoy seguro, pagó por elegir mal la compañía. Que se joda. Los escuché hablar un poco antes de asaltarlos: hablaban de horarios de asambleas para mañana y de programas de televisión y radios a los que irían. Pero el mañana, el tiempo futuro era un error en sus sucias bocas. Tendrías que haberles visto el terror cuando les grité, se dieron vuelta y vieron mi arma apuntarles uno a uno; el de los pelos como el drogadicto jamaiquino, no te miento, se puso a llorar de inmediato. Tanto que se la daba de Camilo Cienfuegos el maricón, tenías que verlo, llorando como un bebé. Me los llevé a todos a casa, tenía hecho los arreglos. Nada podía salir mal y nada, en efecto, salió mal. Primero nos divertimos un poco; más bien, me divertí: ¿viste como le hacen hacer al nene de los dibujos que se la pasan mirando? Algo dijo bien el cocainómano de Andrés Calamaro: son hijos de Homero Simpson. La cuestión es que tenía cinco pizarrones preparados, uno para cada uno, y los hice escribir hasta que se terminara la caja de tizas "No debo tomar escuelas". Cuando se daban vuelta para mirarme, veían el arma y de inmediato continuaban. Lo hicieron muy bien. Les pregunté que querían ser de grandes -aunque no llegaran a esa instancia- y me contestaron que músico, que doctor, que ingeniero en informática, que político. Sí, un idiota quería ser político para mejorar al país. Pobre nuestra patria, obligada a criar vagancia. El gordo quería ser filósofo: ni en un taxi podría serlo, si no entra en ninguno la ballena. Después siguieron en silencio, tal como se los pedí: sólo una vez uno se atrevió a romperlo, el de la cara de nada, para pedir que los dejara ir; alcanzó un tiro al suelo cerca a los pies del narigón para que nadie volviera a decir palabra. Y el plan, el castigo debía completarse. Rápidamente, sin esperar a que terminen, empecé poniéndole un tiro en las piernas a cada uno; la sangre chorreaba por todos lados, como sache de leche explotado, y se revolcaban como cucarachas que se ahogan inevitablemente; era tal la histeria de súplicas y arrepentimiento, de griterío y llanto, que, contra mi idea de estirar el remate un poco más, les apunté y acerté a cada cabeza sin falso suspenso ni prolongada agonía. Y ahora, mi querido amigo, que se vayan a tomar escuelas al infierno.

4 comentarios:

Ruibal dijo...

Qué gran relato, Maestro. Una barbaridad.

Me pregunto si Eduardito apreciaría semejante regalo.

Por mi parte, me siento orgulloso de habérmelo cruzado una vez en un colectivo, señor Kluivert.

Pichi dijo...

¡¡¡METAL!!!

Flake dijo...

Impresionante. Porque no se lo mande por mail, en una de esas lo lee al ahi (?).

Flake dijo...

Que mal que escribo por dios, la idea que queria expresar, es que se lo mande por mail y tal vez lo lee al aire. Ahora si